Apenas dos libritos. Poli Délano.
Universal, eso es, porque su obra no se pierde "en la geografía ni en las descripciones excedidas de la naturaleza –nos asegura Volodia-, más que un ámbito geofísico fija un clima moral donde la moralidad escasea". Su contemporáneo y paisano jaliciense Juan José Arreola lo compara con el muralista Juan Clemente Orozco porque su obra traza "una estampa trágica y atroz del pueblo de México". García Márquez ha confesado que fue la lectura de Pedro Páramo lo que le permitió encontrar el camino que buscaba para sus Cien años de soledad.
Juan Rulfo se ha impuesto como uno de los más apasionantes narradores contemporáneos, autor de apenas "dos libritos" que fueron capaces de infundir novísimos aires a la novela del siglo veinte", el fundador de la pequeña aldea Comala, una infernal "sala de espera que no lleva a ninguna parte". Un hombre obsesionado hasta la médula por los dolores de México y que retrató a esa gente que no tiene nada, que sólo aguarda el fin. Un escritor que se pregunta de dónde emana "la fuerza que causa nuestra miseria". En apenas dos libritos.
Muchos lectores pueden preguntarse a qué factor se deberá el hecho de que la pluma visible de este narrador haya funcionado tan sólo desde 1940 (primeros cuentos) hasta 1955, año en que aparece su única novela. ¿Quién se atreve con la respuesta? Para el prestigioso crítico Emanuel Carballo, la razón de que Rulfo enmudeciera se debió a la vanidad y al miedo: " Temía, y con razón, que sus nuevas obras no sólo no superaran sino que ni siquiera igualasen a las ya publicadas". Sin embargo, el escritor brasileño Eric Nepomuceno, que vivió en México en los años del masivo exilio latinoamericano y que mantuvo una relación cotidiana y muy estrecha con Rulfo, me contó una noche en su casa de Temixco (por las rutas de Cuernavaca) que "Juan escribe mucho, mucho, escribe como loco, pero todo lo rompe". Me lo dijo con angustiosa impotencia y, de alguna manera, sus palabras las vino a corroborar el académico Walter Langford en La novela mexicana, al preguntarse si no se tratará acaso de "otro de los novelistas sin salida que salpican las páginas de la historia literaria en Hispanoamérica". Sin embargo no lo cree así, ya que sabe bien que el escritor ha trabajado durante años en otra novela cuya muy próxima publicación está siempre prometiendo. Es La cordillera, que filtra la historia de una familia jaliciense desde el siglo XVI hasta los tiempos actuales. "Quiero mostrar la sencillez de la gente de campo, su candor -nos dice el propio Rulfo-, el hombre de la ciudad ve sus problemas como problemas del campo. Pero es el problema de todo el país". La cordillera jamás apareció y es casi seguro que fueron sus páginas las que el escritor no se cansaba de romper, para desesperación de Nepomuceno y frustración de sus miles de lectores en todas las lenguas.
Fui amigo de este novelista. Lo conocí en el Hotel O'Higgins de Viña del Mar en 1969, mientras se celebraba un encuentro internacional de escritores al que también asistieron Vargas Llosa, Leopoldo Marechal, Onetti, Jorge Enrique Adoum, Marta Traba, Angel Rama, Rosario Castellano, Salvador Garmendia y otros grandotes de nuestras letras. Juan casi nunca se asomaba por las reuniones y me parece que en ninguna ocasión hizo uso de la palabra. Pasaba más tiempo en el bar del hotel, con un vaso tintineante de hielos y envelado por el humo de un cigarrillo tras otro. Era hombre de poco hablar, pero me pareció una persona más o menos risueña, bastante cálida, sencilla, inteligente de conversa, aunque él mismo se haya autodefinido como lacónico, huraño, hosco, igual que los hombres de Jalisco, esa tierra suya donde "abundan las sequías, los incendios y las revoluciones". Nada intelectual. Durante una conferencia de prensa a la que lograron arrastrarlo en Santiago, lo escuché responder preguntas difíciles acerca del tipo de realismo que él cultivaba, ¿ mágico, social, sicológico? Rulfo no entendía de esas cosas y dijo que lo único que sabía es que era un mentiroso que inventaba historias. Uno de los periodistas le preguntó entonces qué significaba para él la mentira. "Lo opuesto a la falsedad", respondió. Un concepto profundo y complejo, como para quedarse un rato meditando.
En 1974 volví a encontrar a Rulfo, esta vez en México, y seguimos siendo amigos. Cada cierto tiempo pasábamos alguna velada en mi departamento de La Condesa o en casa de otros escritores como Eraclio Zepeda (nombre y apellido se escriben así, no es errata), Miguel Donoso Pareja, Oscar Oliva. El había dejado de beber y su ánimo solía oscurecerse un tanto. En cierta ocasión, durante los momentos en que el día se funde con la noche, la deprimente "hora de la cantina", fue capaz de confesarle a Beatriz Espejo que a esas alturas de la vida ya nada le gustaba: "ni la risa de los niños ni las flores ni el cielo azul". Un desencanto a lo Charles Bukowski. En otra oportunidad, cenando con él en casa de Fernando Alegría (Palo Alto, California), una joven escritora comentó al margen que parecía como si a Rulfo le hubieran sacado toda la sangre con una jeringa. Se veía desvitalizado y menos entusiasta que nunca para la conversación. Era 1983 y con seguridad, ya estaba enfermo. Una semana antes le habían otorgado el Premio Nobel a García Márquez y todos estábamos contentos. "¿Cuándo te va a tocar a ti?" le pregunté al maestro. "No, pos si yo nomás tengo dos libritos". Lo dijo sin sonrisa irónica, sin amargura, con verdadera modestia y un gesto chaplinesco.
Por supuesto que ese hombre "hermético, poco dado a las confidencias, taciturno y difícil" es hoy un maestro indiscutido, a pesar de las resistencias que encontró su obra en los principios. Recuerdo haber escuchado a Carlos Fuentes decir que se trataba del escritor al que más envidia podía tenérsele. Luis Harss sostiene que se trata de un novelista cuyo tema "es simplemente el sufrimiento humano en el desposeimiento. Escribe como una navaja filosa, cincelando cada palabra en dura roca, como una inscripción sobre una tumba". Felipe Garrido expresa que en su obra está "la visión de una realidad mexicana, trágica, lírica, subjetiva y parcial: la visión de un poeta acerca de lo que es el hombre en esta tierra o en cualquier otra, ahora y siempre". Universal, eso es, porque su obra no se pierde "en la geografía ni en las descripciones excedidas de la naturaleza –nos asegura Volodia-, más que un ámbito geofísico fija un clima moral donde la moralidad escasea". Su contemporáneo y paisano jaliciense Juan José Arreola lo compara con el muralista Juan Clemente Orozco porque su obra traza "una estampa trágica y atroz del pueblo de México". García Márquez ha confesado que fue la lectura de Pedro Páramo lo que le permitió encontrar el camino que buscaba para sus Cien años de soledad. Y el propio autor, en una lúcida síntesis crítica de lo que representa su obra, dice: "precisamente lo que yo no quería era hablar como un libro. Quería no hablar como se escribe, sino escribir como se habla".
Probablemente debido a que todos los personajes de Pedro Páramo están muertos y sólo se mezclan con los vivos al recordar vida desde el otro lado, se ha calificado a Rulfo como "novelista de la muerte". Sin embargo sus muertos viven y, como todos los muertos mexicanos, tienen larga vida, porque en México no se les deja morir. Y aunque él no haya usado en sus cuentos ni en su novela elementos autobiográficos o asuntos que tuvieran que ver con su familia, es un hecho que su infancia transcurrió durante los años de la Guerra Cristera, con todas sus secuelas de violencia. Su familia, dice, se desintegró rápidamente en un lugar que acabó destruido: "desde mi padre y mi madre, inclusive todos los hermanos de mi padre fueron asesinados". ¿Dónde está la lógica de todo esto?, se pregunta. Y esa interrogante anda por ahí, circulando en su magra pero contundente obra.
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