martes, 21 de septiembre de 2010

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"El Contrato". Cuento de Poli Délano.

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En época de las cacerolas había destacado como potente tambor, según aseguraba su  currículum vitae, debido a lo cual llevaba todas las de vencer. Porque resulta obvio que  para este llamado, cuyo destino era divertir a los habitantes de la ciudad,  también acudieron millares de patriotas ansiosos de lograr los favores de posteridad que ofrecía el contrato. Hacían cola y gritaban como desesperados. Cola, con sus cuatro letras, c-o-l-a, igual que en esos viejos tiempos que el Consorcio había derrotado a sangre y fuego para bien de los humanos. Colas silenciosas, ahora.

 

 

En una ciudad donde la gente disconforme nunca consideraba suficientes sus diversiones, un consorcio contrató a un hombre que debía pararse de cabeza en la puerta de un campanario para luego dejarse caer y matarse.
No era una ciudad donde las cosas fueran demasiado fáciles, sino más bien  una  en la cual las tradiciones se habían roto y los ritos habían muerto. Una ciudad donde para  cada nuevo proyecto –ya fuese en   territorios de  la diversión,  las actividades comerciales o el  mismo sexo-  surgían miles de interesados en la participación directa. Si se ofrecía una casa en arriendo,  las colas   podían dar hasta  tres vueltas a la manzana; si alguien anunciaba la venta de un televisor,  dos  bastones,  tres  pares  de polainas, o  un kilo de uvas verdes,  podría  recibir en  pocas horas   tal  cantidad de ofertas que hubieran  parecido mentira en cualquier otra ciudad del ancho mundo. Si alguna mujer   de  formas como cinceladas por los mejores pulsos de la antigua Grecia, ofrecía su cuerpo al primer  varón que   golpeara la puerta  de su casa  al despuntar el sol, tendría la oportunidad única de contemplar una guerra a muerte desde su propio balcón, porque hombre maduros, hombres jóvenes, hombres ancianos, niños atacados desde la cuna por la  lujuria y hasta mujeres incapaces de evitar la competencia, se batían a duelo con palos, cuchillos y otras armas, regando de sangre los guijarros del callejón. Se batían para golpear primero  esa puerta tras cuya madera esperaba la carne  ardiente de una bella  ninfa llena de curiosidad,  o  quizás hasta la  de  una anciana libidinosa que también anhelara comprobar la atracción que sus arrugas y los pliegues de su cuerpo pudieran despertar entre los habitantes de esta espléndida ciudad que había vencido todo convencionalismo y  se ponía en  la primera fila  de cuanta ciudad  del mundo pretendiera calificarse de moderna.

Cierta vez una   dama  que ya sería  abuela de muchos nietos, puso en los periódicos el siguiente aviso, acompañándolo de su fotografía: "Me tendrá toda entera quien logre llegar a mi puerta en el instante preciso en que las nubes, al disiparse, revelen la luna llena que esta noche deberá aparecer sobre la  cúpula de la iglesia". La  batalla campal que se desató frente a esa puerta fue sin cuartel, hasta las últimas, igual que si el aviso lo  hubiese puesto una dulce virgen de trece años.
Una ciudad espléndida que daba para todo, donde cada habitante tenía las mismas posibilidades, ni más ni menos.
Mientras hombres, niños y mujeres se mataban aquella noche, cierta jovencita muy pequeña de estatura, con una leve joroba coronándole el lomo, de cabello  corto y algo ralo, labios gruesos y rugosos que recordaban la textura de una oruga, se agazapó junto a la puerta sin que a nadie llamara la atención su presencia, pese  a que  daba la impresión de estar recogiendo piedras. Sin mayores señales de nerviosismo,  esperó y esperó,  y apenas la luna llena se dejó ver en todo su esplendor rojizo tras los últimos jirones del nuberío,  golpeó serenamente a la puerta de la vieja dama. La batalla entre esos centenares de personas de todos los sexos y todas las edades cesó en el mismo instante en que esa puerta se abrió de par en par y dos criados de riguroso negro hicieron pasar a la pequeña. Aunque estos criados desaparecieron aquella misma noche  para sólo  aparecer nuevamente ante el mundo en calidad de cadáveres, flotando sobre el agua quieta del remanso que el Río  de los Ahogados forma cerca de la Isla  Lotus, se filtró  el rumor de que la  única vencedora del torneo, esa campeona del ingenio, fue bañada por ellos en una pequeña alberca  abundante en espumas  perfumadas  con esas sales aromáticas que deleitan  a los mortales de toda condición. La sumergían y la sacaban sin tregua –se comenta-,  la frotaban por fuera y por dentro, y se la pasaban el uno al otro como si  fuera una pelota. Después de secarla  minuciosamente y aplicarle unos maquillajes, la envolvieron en multicolores mantos de gasa y la condujeron al Gran Salón, donde la pequeña penetró  cadenciosa a medida que se iban abriendo los cortinajes, para quedar deslumbrada ante las alfombras  que debería  pisar atravesando esa sala  iluminada por luces indirectas hasta llegar al fondo,  donde esperaba  la recompensa . Se hallaba tendida, toda desnuda, su cuerpo destacado  por dos reflectores  que  encendían y  apagaban su luz púrpura.
-Ven –llamó la vieja-, ven a mí, enana preciosa, acércate sin prisa para que mis ojos puedan contemplar la hermosura de tus fealdades.
Los labios de la jorobada dibujaron una mueca y sus pies empezaron a deslizarse voluptuosamente por la suavidad del tapiz. Avanzó hasta que ya a sus ojos se fueron haciendo más nítidas las formas sueltas y medio transparentes de la  anciana, como una de las "majas" de Goya, sus  tetas  desbordándose sin fuerzas ni resortes por la orilla del recamier, las piernas blancas y venosas desparramando su carne suelta, los ojos recibiendo de la enana las señas del deseo, y sus labios retorciéndose como una almeja ofendida por la gota de limón. Llegó por fin la  pequeña frente al diván y sin que se produjera entre ambas ni el menor intercambio de palabras, besó a la vieja en la boca con una pasión que hubiera podido conducir a la asfixia, mientras dos dedos huesudos, largos, verrugosos, escudriñaban sus huecos  por debajo de la gasa, y mientras la áspera palma de la otra mano parecía querer gemir de goce acariciando la joroba, esa loma tan suave en los flancos, tan afilada en  la cima.

Muchas cosas habría que decir de esta ciudad maldita donde la lucha por la vida y por el placer se tornaba cada día más dura. Sin embargo, no es justo hablar sólo de la ciudad.  Es preciso referirse también al hombre  privilegiado que  logró el  contrato y, de paso,  al Consorcio que gobernaba,  cuyas motivaciones fueron siempre mucho más claras. Estaba compuesto por cuatro altos ejecutivos que habían salvado lo mejor de la ciudad: sus parques, la cordillera nevada, sus calles y  el insignificante río que la cruzaba, lo habían salvado heroicamente de  cierta plaga que como un fantasma recorría el mundo, amenazando con destruirlo; una plaga peor que la lepra o  el cáncer, que un ejército de marabuntas,  hasta peor que la catástrofe que podría  producir la desintegración loca del átomo en un momento impaciente de las potencias que se disputaban el globo terráqueo. De esos cuatro gerentes, tres representaban a tres de los cuatro elementos básicos de la naturaleza: el  agua, el aire, la tierra. Sin embargo, el cuarto no era la representación del fuego. Más bien podría decirse que  no era la representación de nada, se trataba de un simple adorno, un elemento superfluo, un lujo si se quiere. Había quedado ciego de un ojo, es decir tuerto, la tarde en que lo mandaron a inspeccionar uno de esos asilos para huérfanos de guerra  que abundaban en la ciudad, por si se ocultaran entre los residentes algunos criminales  dispuestos a alterar el orden público. Cuando llegó al edificio que los recluía, no pudo dirigirse a nadie. Entre el vestíbulo y los pasillos de las salas de encierro sólo se encontró con personas que no hablaban, nada más gemían, hombres y mujeres, ocho en total, luciendo delantales blancos, que  deambulaban con los brazos estirados y tenían vacías las cuencas de los ojos. Avanzó un tanto ansioso por el pasillo y se detuvo frente a una sala desde donde lograban filtrarse a través de la puerta ciertos rumores  masivos. Pegó la oreja a la madera y escuchó un compacto coro que voceaba el número ocho una y otra vez. Ocho, ocho, ocho... Muy raro, se dijo, esto parece más un manicomio que un orfanato. Y esa curiosidad que castigó mucho antes a Pandora, lo hizo agacharse y alinear ojo con agujero de la cerradura para tener una visión de lo que ocurría ahí dentro. No alcanzaba  aún su retina a registrar el cuadro cuando un agudo dolor en el globo lo hizo lanzar angustiados gritos, mientras desde el otro lado del muro un clamor optimista coreaba acezante "nueve, nueve, nueve"... Desde entonces, a este cuarto ejecutivo sólo  le encomendaban labores de mandado en las actividades del Consorcio. Por eso,  cuando se puso el aviso para el contrato de aquel hombre, fue él quien debió acudir a las oficinas del periódico, pagar la inserción y recoger el recibo.
El hombre que una mañana firmó un contrato según el cual debería matarse arrojándose desde la puerta de un campanario era  joven, brillante, hasta guapo. En época de las cacerolas había destacado como potente tambor, según aseguraba su  currículum vitae, debido a lo cual llevaba todas las de vencer. Porque resulta obvio que  para este llamado, cuyo destino era divertir a los habitantes de la ciudad,  también acudieron millares de patriotas ansiosos de lograr los favores de posteridad que ofrecía el contrato. Hacían cola y gritaban como desesperados. Cola, con sus cuatro letras, c-o-l-a, igual que en esos viejos tiempos que el Consorcio había derrotado a sangre y fuego para bien de los humanos. Colas silenciosas, ahora.
El proceso de selección fue largo e involucró diversas pruebas a las que los candidatos debieron presentarse sin reclamos. Al principio la eliminatoria no demandaba gran trabajo. Pero después se fue haciendo difícil. Los cuatro ejecutivos del Consorcio se reunieron para deliberar, escucharon a sus consejeros y pasaron largas horas proponiendo, discutiendo, desechando, antes de llegar a lo que consideraron una solución perfecta.
-El barco se hunde; debemos idear un modo de seleccionar al hombre con más prisa –dijo Símbolo de la Tierra-. Se me está ocurriendo una idea.
Los otros lo miraron incrédulos.
-Yo pienso que el mejor sistema es ponerlos en fila, disparar diecinueve balas empezando por cualquiera que no sea de los extremos, y elegir al que quede vivo –acotó Símbolo del Aire.
Entre hipos y uno que otro eructo vinagroso que parecían disgustar a sus vecinos, Símbolo del Agua discrepó, alegando que debía usarse ante todo el criterio racional. Revisó una por una las fichas de postulación y propuso finalmente que no fuera seleccionado ningún candidato de los que se consideraban víctimas de la desesperanza.  Por criterio unánime quedaron descartados más de veinte postulantes. Uno perdió porque no quedaban en la ciudad demasiados hombres capaces de defender furiosamente el sistema en caso de un ataque nuclear. Es decir, su vida era necesaria. A otro le quitaron la oportunidad tan sólo porque a los cuatro Ejecutivos del Consorcio  les enfermaba la risa, les irritaba la sangre el hecho de imaginarse a un joven volador que caía hacia el pavimento con tan nefasta sonrisa clavada en los labios y en los ojos. Las dos mujeres finalistas perdieron su oportunidad de convertirse en inmortales. Si merecían castigo por el solo hecho de ser mujeres, ¿por qué, entonces, premiarlas?  Muchos candidatos fueron eliminados por flojos, mediocres, pedantes, débiles. A uno hasta lo dejaron fuera por su sana tendencia al vómito.  Hasta que de pronto se produjo el consenso, cuando entrevistaron al  hombre que habría de ganar el concurso.
-Eres el  Privilegiado –dijo el representante del Aire-. Te felicito, porque te has ganado la  capacidad de volar.
El elegido guardó silencio.
-¡Contesta! –rugió el de la Tierra, con la mirada oculta por los lentes oscuros.
-Porque me he ganado la capacidad de volar.
-¡Repite! –gritó el del Agua, echando espuma por las comisuras.
-Porque me he ganado la libertad de volar.
-¡La capacidad  de volar, imbécil! –intervino el tuerto.
-Ah, sí, porque me he ganado la capacidad de volar, la capacidad de bailar, la...
El elegido se había levantado del banquillo y danzaba al son de la melodía  con que  acompañaba sus palabras.
-De volar, no de bailar –le corrigieron.
-¡De volar, de volar, de volar, no de bailar!-. Bailaba por todo el salón como un frenético.
Los del Consorcio reían y reían sin parar.
-Es un genio, es un genio –decía uno primero y otro después, entre sonoras carcajadas. Se levantaron de sus asientos, se pusieron en fila y, encabezados por Símbolo de la Tierra, comenzaron a marchar con paso de ganso, al ritmo de la frase "un genio, ta-ta, un genio, ta-ta, un genio"...
En la calle, alrededor de las oficinas del Consorcio, se aglomeraban miles de ciudadanos que clamaban por el sacrificio, exigían fecha, hora y campanario para el gran acontecimiento."Dígannos, dígannos ahora", gritaban entre el entusiasmo y la angustia.
Entonces el hombre elegido pensó en la ciudad, en su familia, en su pasado, pensó en los días y pensó en las noches, en los coitos y las gulas, y también pensó en los animales, las aves, los reptiles, en los caballos y en el cóndor, y pensó,  pensó, pensó en el contrato hasta sentir una profunda lástima del día gris, de la bufanda a cuadros, del llavero, de las gentes opacas, de la falta de aire... Y fue también  modelando su deseo, dándole cuerpo a la única condición que pondría para realizar su hazaña y alcanzar la reivindicación final.
-Señores Ejecutivos –dijo, cuando éstos habían calmado las ansias de desfilar-. He sido elegido entre muchos cientos y creo que eso me da derecho a formular una petición, algo así como el último deseo del condenado.
Los del Consorcio se miraron  desconcertados, como si no dieran crédito a esas palabras. Se miraban haciendo muecas de asco, risa y asombro.
-¿Y cuál sería ese deseo? –gritó con voz aguda  Caluguita Símbolo de la Tierra.
-¿Que cuál sería ese deseo? –repitió el  Privilegiado remedándole la voz.
-Sí, sí, por supuesto –dijo  Chalupa Símbolo del Aire-, lo que  estamos preguntando es justamente cuál sería ese deseo.
-¡Ahhhhh, yaaaa! –exclamó el  Privilegiado  imitando a los payasos de circo-. Es decir, lo que están preguntando es justamente que ¿cuál sería ese deseo?
-Exacto, señor...-.El Tuerto no se resignaba a quedar al margen-, díganos usted, usted mismo, háganos el favor de decirnos lo que le voy a preguntar con mucha calma: ¿cuál – sería – ese – deseo?
-Ese deseo –se decidió el  Privilegiado a responder-, ese deseo, señores, ese deseo sería que junto con la firma del contrato yo pudiera entregar un sobre cerrado.
-¿Un sobre cerrado? –preguntaron los cuatro sucesivamente.
-Sí... señores Ejecutivos, un soooobre  cerraaaado, ¿me comprenden?
-Ah, un sobre cerraaaado, comprendemos.
-Dentro del cual –continuó el  Privilegiado- vendrá una nota...
Entre los cuatro se miraron con aires de sospecha.
-¿Una nota? –bramó Tierra.
-Ah, un sobre cerrado dentro del cual vendrá una nota –dijo Aire.
-Exactamente, señores, una nota, es decir una hoja con ciertas palabras escritas.
-¿Y cuáles serían las palabras de esa nota? –preguntó Mar  con aire acongojado.
-Esas palabras –el Elegido bajó la voz, hablando con aire de misterio-,shhh, esas palabras contendrán la leyenda de mi epitafio. Es todo, todo lo que les pido-. Los cuatro Ejecutivos rieron, se miraron unos a otros con aprobación y haciendo cabriolas respondieron en coro: ¡Con – ce – di – do!
El contrato se firmó y las cosas siguieron su curso regular. Se trataba de un campanario bastante alto. Y se trataba de un hombre audaz y arrepentido. Y aunque se trataba también de una ciudad donde las cosas no eran fáciles y la gente parecía disconforme, era ésta a la vez una ciudad agradecida. Ninguno de sus habitantes se hubiera atrevido a borrar la leyenda que se grabó sobre la lápida que cierra la tumba en cuyo interior reposan los astillados huesos del  Privilegiado, que al estrellarse finalmente contra el pavimento desparramó su sangre por los cuatro puntos cardinales:
Aquí yace el hombre que antes de lanzarse desde lo alto de un campanario, les  comunicó uno por uno a los cuatro Ejecutivos del Consorcio la verdad de su destino. La verdad  estaba contenida en el plomo de cada una de las balas con que  en la altura de la cúpula se despidió de ellos, uno por uno, perforándoles el corazón. La ciudad no puede olvidar este noble gesto y lo agradece.   

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       Ñuñoa - Santiago