viernes, 13 de mayo de 2011

Invitación a la lectura de Rainer María Rilke; Gabriela Mistral


Invitación a la lectura de Rainer María Rilke; Gabriela Mistral



A_Gabriela_4Ya se cerró el ojo de lo sobrenatural en lo natural de Rainer María Rilke. Su muerte ha desatado su traducción al francés, y mes a mes entregan las editoriales algún libro suyo. Más le hubiera valido darle antes la alegría de esta expansión en la lengua que él amó sobre la suya: la francesa. El no leyó en francés sino una selección de Les Cahiers de Malte Lauridis Brigge.
Aunque le importaba poco a este ultra aristócrata, amador


de todas las tierras por donde ambuló, y desdeñador de las camarillas que hacen la fama como un objeto de caucho químico en cualquier tierra, él no habría mirado con indiferencia su mediana gloria francesa en 1927.

Todavía asoman, de tarde en tarde, en el mundo fétido de la literatura, algunos casos de amistad literaria genuina que se sitúan bajo el signo de las amistades próceres Carlyle-Emerson o Goethe-Eckermann. Su encuentro a un goce de planta rezagada de su estación. Porque eso también se va.
Rilke supo hacer en Francia dos amigos cabales en Edmond Jaloux y Paul Valéry. Jaloux pasa por desdeñador de la literatura francesa, a fuerza de ser el mejor crítico de las literaturas extranjeras; empieza a sufrir ataques de los "imperialistas de la lengua francesa". Lleva diez años de señalar con cita insistente a Rilke como el primer escritor de raza alemana de su tiempo, y acaba de publicar un folleto sobre él. Valéry ha correspondido a Rilke con admiración de sus traducciones en alemán.

Todavía huelen a gases asfixiantes los ambientes literarios francés y alemán, y los nuevos valores del otro lado del Rhin tienen que repechar, caminando hacia Francia, y no digo los franceses, para alcanzar Berlín.

Yo me quedo sin creer en el monopolio latino de la obra maestra, según el canon de Daudet. El Espíritu Santo ha tenido el buen gusto de no levantar residencia visible en ninguna de las capitales intelectuales de Europa xenófoba, y se muda en brinco desconcertante de Rusia a la India, a Inglaterra, a Francia y... a Estados Unidos

Rilke nació de familia noble en Praga, hacia 1875. Sus retratos y un buen busto suyo, nos dan un hombre enjuto, delgada flecha de la vida, de frente amplia, ceja dura que el párpado bajo suaviza, mejilla casi seca; boca viril, algo gruesa, el bigote mongólico, de no ser rubio. (El ojo, dicen, era claro y muy dulce).

El quiso dejarnos también, como La Rochefoucauld, su medalla un poco menos complacida, por cierto, que la del francés.

"En el arco de los ojos, la persistencia de la antigua nobleza. En la mirada, todavía, el miedo y el azul de la infancia; la humildad aquí y allá, no la del lacayo, sino la del servidor y la de la mujer. La boca, en la forma grande y precisa de boca, no persuasiva, pero expresando la rectitud. La frente sin maldad y voluntariosa, en la sombra de una cara inclinada en silencio".

"Como de la mujer", dice Rilke, sin temor de que la comparación le desminuya. Se le ha llamado el poeta del niño y de la mujer. Mejor que los sensuales nos entendió: ya se dijo que el que mucho se aproxima a un objeto deja de verlo. Para amar al niño le ayudó la memoria de su infancia. ¿No viene del olvido de ella el endurecimiento en que acabamos? Rilke se recuerda niño con una ternura maravillosa, y esto lo libró de la monstruosidad que es ser adulto entero, hombre o mujer absoluto, sin la franja de oro de ninguna puerilidad, sin una arenilla extraviada de los cinco años, en el corazón viejo.

Los pocos escritores a quienes se acercó y dejó que se le acercaran en París, recuerdan a un hombre de una distinción extraordinaria, con maneras de rey (si los reyes las tuvieran a su medida), con el espíritu verdaderamente derramado en su cuerpo y su gesto. Su amistad fue superior, difícil, como que en ella gastaba él la misma materia preciosa que en un capítulo o en una estrofa.
"Lo que significa una hora pasada con Rilke, como antes una pasada con Proust, no se parece a ninguna hora pasada con otro hombre, ni aún de igual talento", dice Jaloux.

Se cuenta cómo la poesía no fue en él la hora urgente en que el verso (o la prosa tensa como el verso) saltan del hombre como la chispa de la rueda, sino el día, la estación y el año.

Vivió dentro de la nube eléctrica de su poesía; y acercarse a él significaba efectivamente salir de una atmósfera y conocer mudanza evidente de elementos. Sin didáctica, purificada al amigo, por simple contacto.

Semejante amistad no puede volverse democrática. Rodin, hombre que gozó de muchas dichas, la tuvo también; Jaloux supo merecerla por su mente aseada de envidia y aludirá siempre a esta fortuna como quien voltea un diamante para sacarle luces inéditas cada vez.

Más de diez años vivió en París. Gustaba de la gran ciudad como del lugar del mundo en que es posible encontrar por las calles fisonomías de aquellas que sólo dan los sueños, y la amaba así, a la manera de Baudelaire, como productora de larvas que en otra parte cuesta cuajar. De su paso por España no se sabe nada. En el hombre reservado el sol no fundió nada.

Hombre de casta dirigente, debía optar por almirantazgo, capitanía, magistratura o cardenalato. Lo pusieron, pues, en una escuela de cadetes, de la que dijo palabras que convienen a la imbecilidad de muchas escuelas.

"¡Este sabotaje que se llama educación y que despoja al niño de sus propias riquezas para substituírselas con lugares comunes!".

Dejó un buen día a sus compañeros de uniforme y se fue a hacer estudios más propios de hombre en Alemania. Tuvo la flaqueza del libro de verso prematuro, de los 18 años, que recogió poco después honestamente. Comienza enseguida su pasión de viajar que le gastará la vida. ¿Dónde no estuvo Rilke? En Italia, en España, en Egipto y Marruecos, en Escandinavia, en Rusia, en París. El viaje, que generalmente barbariza, no le interrumpía ni le desordenaba la vida interior, que en cualquier tierra es la única realidad.

Si se queda clavado en la casa de sus mayores, hombre de semejante tortura interna, entregado a las fieras de la imaginación, habría caído en la amargura morbosa de Andreieff, del que algo tiene en la pasión del misterio angustioso. La cretona violenta del mundo, que él cortaba en sus trenes y sus barcos, mudándole imágenes, le libraba siquiera a medias de los demonios del cuarto cerrado.

Italia le dio la amistad con Eleonora Duse; pero Italia no fue el clima de su alma, como él lo creyó en un principio: había traído un alma nórdica y del norte le venía todo; el héroe de su obra maestra Malte Brigge, sería danés; llamará maestro a Jacobsen, el genio folklórico de Selma Lagerloff será una de sus admiraciones durables, y a Ellen Key dedicará sus Historias del Buen Dios. Esta dirá en el estudio de Rilke: "La tendencia del temperamento nórdico a la vida interior le atrajo por sobre todo".

Vasconcelos diría que la latinidad echada a perder ya no podía ofrecerle nada. Sin embargo, él escribió una vez que, entre poetas, él quería ser Francis Jammes. Alabanza del opuesto, del opuesto absoluto. El poeta casi botánico, especie de Pomona masculina, cargado de frutos no tiene agarradero posible para el espíritu de Rilke.

De su obra han hablado y siguen hablando los críticos. Jaloux asegura que su influencia sobre Francia apenas comienza y que durará largo tiempo. Yo sólo he querido decir algo de su vida, y mandar a El Mercurio, estas páginas de la Historias del buen Dios que aún no han sido traducidas al español. Para invitar a la lectura completa; para buscar amigos entre los nuestros al extraordinario varón que se llamó Rainer María Rilke, se manda esta menuda noticia suya.

Salón, octubre de 1927.


En: Prosa de Gabriela Mistral. Alfonso Calderón, comp. Santiago: Editorial Universitaria, 1989.

Ya se cerró el ojo de lo sobrenatural en lo natural de Rainer María Rilke. Su muerte ha desatado su traducción al francés, y mes a mes entregan las editoriales algún libro suyo. Más le hubiera valido darle antes la alegría de esta expansión en la lengua que él amó sobre la suya: la francesa. El no leyó en francés sino una selección de Les Cahiers de Malte Lauridis Brigge.

Aunque le importaba poco a este ultra aristócrata, amador de todas las tierras por donde ambuló, y desdeñador de las camarillas que hacen la fama como un objeto de caucho químico en cualquier tierra, él no habría mirado con indiferencia su mediana gloria francesa en 1927.

Todavía asoman, de tarde en tarde, en el mundo fétido de la literatura, algunos casos de amistad literaria genuina que se sitúan bajo el signo de las amistades próceres Carlyle-Emerson o Goethe-Eckermann. Su encuentro a un goce de planta rezagada de su estación. Porque eso también se va.
Rilke supo hacer en Francia dos amigos cabales en Edmond Jaloux y Paul Valéry. Jaloux pasa por desdeñador de la literatura francesa, a fuerza de ser el mejor crítico de las literaturas extranjeras; empieza a sufrir ataques de los "imperialistas de la lengua francesa". Lleva diez años de señalar con cita insistente a Rilke como el primer escritor de raza alemana de su tiempo, y acaba de publicar un folleto sobre él. Valéry ha correspondido a Rilke con admiración de sus traducciones en alemán.

Todavía huelen a gases asfixiantes los ambientes literarios francés y alemán, y los nuevos valores del otro lado del Rhin tienen que repechar, caminando hacia Francia, y no digo los franceses, para alcanzar Berlín.

Yo me quedo sin creer en el monopolio latino de la obra maestra, según el canon de Daudet. El Espíritu Santo ha tenido el buen gusto de no levantar residencia visible en ninguna de las capitales intelectuales de Europa xenófoba, y se muda en brinco desconcertante de Rusia a la India, a Inglaterra, a Francia y... a Estados Unidos

Rilke nació de familia noble en Praga, hacia 1875. Sus retratos y un buen busto suyo, nos dan un hombre enjuto, delgada flecha de la vida, de frente amplia, ceja dura que el párpado bajo suaviza, mejilla casi seca; boca viril, algo gruesa, el bigote mongólico, de no ser rubio. (El ojo, dicen, era claro y muy dulce).

El quiso dejarnos también, como La Rochefoucauld, su medalla un poco menos complacida, por cierto, que la del francés.

"En el arco de los ojos, la persistencia de la antigua nobleza. En la mirada, todavía, el miedo y el azul de la infancia; la humildad aquí y allá, no la del lacayo, sino la del servidor y la de la mujer. La boca, en la forma grande y precisa de boca, no persuasiva, pero expresando la rectitud. La frente sin maldad y voluntariosa, en la sombra de una cara inclinada en silencio".

"Como de la mujer", dice Rilke, sin temor de que la comparación le desminuya. Se le ha llamado el poeta del niño y de la mujer. Mejor que los sensuales nos entendió: ya se dijo que el que mucho se aproxima a un objeto deja de verlo. Para amar al niño le ayudó la memoria de su infancia. ¿No viene del olvido de ella el endurecimiento en que acabamos? Rilke se recuerda niño con una ternura maravillosa, y esto lo libró de la monstruosidad que es ser adulto entero, hombre o mujer absoluto, sin la franja de oro de ninguna puerilidad, sin una arenilla extraviada de los cinco años, en el corazón viejo.

Los pocos escritores a quienes se acercó y dejó que se le acercaran en París, recuerdan a un hombre de una distinción extraordinaria, con maneras de rey (si los reyes las tuvieran a su medida), con el espíritu verdaderamente derramado en su cuerpo y su gesto. Su amistad fue superior, difícil, como que en ella gastaba él la misma materia preciosa que en un capítulo o en una estrofa.
"Lo que significa una hora pasada con Rilke, como antes una pasada con Proust, no se parece a ninguna hora pasada con otro hombre, ni aún de igual talento", dice Jaloux.

Se cuenta cómo la poesía no fue en él la hora urgente en que el verso (o la prosa tensa como el verso) saltan del hombre como la chispa de la rueda, sino el día, la estación y el año.

Vivió dentro de la nube eléctrica de su poesía; y acercarse a él significaba efectivamente salir de una atmósfera y conocer mudanza evidente de elementos. Sin didáctica, purificada al amigo, por simple contacto.

Semejante amistad no puede volverse democrática. Rodin, hombre que gozó de muchas dichas, la tuvo también; Jaloux supo merecerla por su mente aseada de envidia y aludirá siempre a esta fortuna como quien voltea un diamante para sacarle luces inéditas cada vez.

Más de diez años vivió en París. Gustaba de la gran ciudad como del lugar del mundo en que es posible encontrar por las calles fisonomías de aquellas que sólo dan los sueños, y la amaba así, a la manera de Baudelaire, como productora de larvas que en otra parte cuesta cuajar. De su paso por España no se sabe nada. En el hombre reservado el sol no fundió nada.

Hombre de casta dirigente, debía optar por almirantazgo, capitanía, magistratura o cardenalato. Lo pusieron, pues, en una escuela de cadetes, de la que dijo palabras que convienen a la imbecilidad de muchas escuelas.

"¡Este sabotaje que se llama educación y que despoja al niño de sus propias riquezas para substituírselas con lugares comunes!".

Dejó un buen día a sus compañeros de uniforme y se fue a hacer estudios más propios de hombre en Alemania. Tuvo la flaqueza del libro de verso prematuro, de los 18 años, que recogió poco después honestamente. Comienza enseguida su pasión de viajar que le gastará la vida. ¿Dónde no estuvo Rilke? En Italia, en España, en Egipto y Marruecos, en Escandinavia, en Rusia, en París. El viaje, que generalmente barbariza, no le interrumpía ni le desordenaba la vida interior, que en cualquier tierra es la única realidad.

Si se queda clavado en la casa de sus mayores, hombre de semejante tortura interna, entregado a las fieras de la imaginación, habría caído en la amargura morbosa de Andreieff, del que algo tiene en la pasión del misterio angustioso. La cretona violenta del mundo, que él cortaba en sus trenes y sus barcos, mudándole imágenes, le libraba siquiera a medias de los demonios del cuarto cerrado.

Italia le dio la amistad con Eleonora Duse; pero Italia no fue el clima de su alma, como él lo creyó en un principio: había traído un alma nórdica y del norte le venía todo; el héroe de su obra maestra Malte Brigge, sería danés; llamará maestro a Jacobsen, el genio folklórico de Selma Lagerloff será una de sus admiraciones durables, y a Ellen Key dedicará sus Historias del Buen Dios. Esta dirá en el estudio de Rilke: "La tendencia del temperamento nórdico a la vida interior le atrajo por sobre todo".

Vasconcelos diría que la latinidad echada a perder ya no podía ofrecerle nada. Sin embargo, él escribió una vez que, entre poetas, él quería ser Francis Jammes. Alabanza del opuesto, del opuesto absoluto. El poeta casi botánico, especie de Pomona masculina, cargado de frutos no tiene agarradero posible para el espíritu de Rilke.

De su obra han hablado y siguen hablando los críticos. Jaloux asegura que su influencia sobre Francia apenas comienza y que durará largo tiempo. Yo sólo he querido decir algo de su vida, y mandar a El Mercurio, estas páginas de la Historias del buen Dios que aún no han sido traducidas al español. Para invitar a la lectura completa; para buscar amigos entre los nuestros al extraordinario varón que se llamó Rainer María Rilke, se manda esta menuda noticia suya.

Salón, octubre de 1927.


En: Prosa de Gabriela Mistral. Alfonso Calderón, comp. Santiago: Editorial Universitaria, 1989.


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