jueves, 10 de febrero de 2011

Convocatoria 10o Encuentro Internacional Poetas y Narradores De las Dos Orillas

Convocatoria 10o Encuentro Internacional Poetas y Narradores De las Dos Orillas

Estimados amigos escritores:
Los invitamos a participar del 10o Encuentro Internacional "Poetas y Narradores De las Dos Orillas" a realizarse del 4 al 8 de mayo del 2011 en la cuidad de Punta del Este -Uruguay.
Enviamos en archivo adjunto toda la información.
Esperamos contar con su presencia.
Saluda atte.
Rocio Cardoso Arias
Vicepresidente
Comisión Organizadora
De las Dos Orillas

Organizacion Cultural De las Dos Orillas
República Argentina y Londres
Punta del Este - Uruguay
Tel: (00598 - 42) 48.07.49
Celular: (00598) 94.314.683





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Ruth Baltra Moreno
Educadora y Dramaturga Arte Teatral Infantil.
50 años deTrayectoria en Chile y el extranjero
"Siempre di lo que sientes y haz lo que piensas"
Web: http://espacioderuthdechile.spaces.live.com/

Confieso que he vivido - Pablo Neruda


Confieso que he vivido - Pablo Neruda

A_ANerudaConfieso que he vivido son las memorias escritas en una bellísima prosa por el insurrecto poeta chileno Pablo Neruda (1904-1973). Publicadas póstumamente en 1974, en ellas podemos comprobar la unión indisoluble que existió entre las experiencias vitales del poeta y su obra literaria, siendo estas memorias por tanto un material indispensable para entender y profundizar en su poesía.
Neruda consigue trasladar al lector de este libro en un viaje a través del mundo. Un viaje que comienza con las lluvias

australes y la exuberante naturaleza araucana de su far west chileno y que finaliza con la narración que realiza pasados tres días de los fatales acontecimientos que tuvieron lugar en Chile el 11 de septiembre de 1973, el asesinato de su entrañable camarada y amigo Salvador Allende.

En el camino, Pablo Neruda nos lleva de la mano a través de exóticas regiones orientales. De la noche de Shangai nos dice: "las ciudades de mala reputación atraen como mujeres venenosas". Realizando funciones como diplomático también visitará Japón, Ceilán, Singapur, Batavia y la India colonial. Especialmente interesante me parece la opinión que nos da a cerca de las filosofías orientales que en aquel entonces comenzaban a ponerse de moda en las distinguidas sociedades occidentales:

Todo el esoterismo filosófico de los países orientales, confrontado con la vida real, se revelaba como un subproducto de la inquietud, de la neurosis, de la desorientación y del oportunismo occidentales; es decir, de la crisis de principios del capitalismo. En la India no había por aquellos años muchos sitios para las contemplaciones del ombligo profundo. Una vida de brutales exigencias materiales [...] imprimían a la vida una gran ferocidad en la que los reflejos místicos desaparecían.

Casi siempre los núcleos teosóficos eran dirigidos por aventureros occidentales [...]. Entre ellos había gente de buena fe, pero la generalidad explotaba un mercado barato donde se vendían, al por mayor, amuletos y fetiches exóticos, envueltos en pacotilla metafísica. Esa gente se llenaba la boca con el Drama y el Yoga. Les encantaba la gimnasia religiosa impregnada de vacío y palabrería.

En Argentina conoce a uno de sus grandes amigos, Federico García Lorca.

En España, la Guerra Civil transformará para siempre su poesía, imprimiendo en ella un carácter combativo y utilitario, al servicio de la causa comunista. Conocerá también a los poetas del 27 y al joven militante Miguel Hernández.

En Elegí un camino nos dice:

Los grupos anarcos se multiplicaban pintorescamente en Madrid mientras la población acudía al frente de batalla. Los anarquistas habían pintado tranvías y autobuses, la mitad roja y la mitad amarilla. Con sus largas melenas y barbas, collares y pulseras de balas, protagonizaban el carnaval agónico de España. Vi a varios de ellos calzando zapatos emblemáticos, la mitad de cuero rojo y la otra de cuero negro [...]. Y no se crea que eran una farándula inofensiva. Cada uno llevaba cuchillos, pistolones descomunales, rifles y carabinas. Por lo general se situaban a las puertas principales de los edificios, en grupos que fumaban y escupían, haciendo ostentación de su armamento. Su principal preocupación era cobrar las rentas a los aterrorizados inquilinos. O bien hacerlos renunciar voluntariamente a sus alhajas, anillos y relojes. [...]

Mientras esas bandas pululaban por la noche ciega de Madrid, los comunistas eran la única fuerza organizada que creaba un ejército para enfrentarlo a los italianos, a los alemanes, a los moros y a los falangistas.

Después de la guerra española, desde su puesto de diplomático en París, ayudará a los exiliados republicanos a refugiarse en Chile enfrentándose incluso al presidente chileno.

Durante su estancia en México conoce entre otros a los excéntricos pintores José Clemente Orozco y Diego Ribera y queda fascinado por la magia y los misterios de este país:

Cuando decidí regresar a mi país comprendía menos a vida mexicana que cuando llegué a México.

[En México] Todo podía pasar, todo pasaba. El único diario de la oposición era subvencionado por el gobierno. Era la democracia más dictatorial que pueda concebirse.

Ya en su madurez visita países como la URSS, China, Armenia, Venezuela o Cuba.

Especial interés, quizás por lo paradójico, tiene el relato titulado Fidel Castro:

Dos semanas después de su victoriosa entrada en La Habana, llegó Fidel Castro a Caracas por una corta visita. Venía a agradecer públicamente al gobierno y al pueblo venezolanos la ayuda que le habían prestado.

[...] Fidel habló cuatro horas seguidas en la plaza de El Silencio, corazón de Caracas. Yo era una de las doscientas mil personas que escucharon de pie y sin chistar aquel largo discurso. Para mi, como para muchos otros, los discursos de Fidel han sido una revelación. Oyéndolo hablar en aquella multitud comprendí que una época nueva había comenzado para América Latina. Me gustó la novedad de su lenguaje. Los mejores dirigentes obreros y políticos suelen machacar fórmulas cuyo contenido puede ser válido, pero son palabras gastadas y debilitadas en la repetición. Fidel no se daba por enterado de tales fórmulas. Su lenguaje era natural y didáctico. Parecía que el mismo iba aprendiendo mientras hablaba y enseñaba.


El libro se cierra con el relato Allende. Escrito tan sólo tres días después del asesinato del presidente chileno y nueve días antes de la muerte del propio poeta:

[...] Jamás en la historia de la sede de las Naciones Unidas, en Nueva York, se escuchó una ovación como la que le brindaron al presidente de Chile los delegados de todo el mundo. Aquí, en Chile, se estaba construyendo, entre inmensas dificultades, una sociedad verdaderamente justa, elevada sobre la base de nuestra soberanía. De nuestro lado estaban la constitución y la ley, la democracia y la esperanza.

Del otro lado no faltaba nada. Tenían arlequines y polichinelas, payasos a granel, terroristas de pistola y cadena, monjes falsos y militares degradados. [...]

Chile tiene muchos presidentes chicos y sólo dos presidentes grandes: Balmaceda y Allende. [...] Como hombres de principios, empeñados en engrandecer un país empequeñecido por la mediocre oligarquía, los dos fueron conducidos a la muerte de la misma manera. Balmaceda fue llevado al suicidio por resistirse a entregar la riqueza salitrera a las compañías extranjeras.

Allende fue asesinado por haber nacionalizado la otra riqueza del subsuelo chileno, el cobre. [...] En ambos casos los militares hicieron la jauría. Las compañías inglesas en la ocasión de Balmaceda, las norteamericanas en la ocasión de Allende, fomentaron y sufragaron estos movimientos militares.

[...] Escribo estas rápidas líneas para mis memorias a sólo tres días de los hechos incalificables que llevaron a la muerte a mi gran compañero el presidente Allende. Su asesinato se mantuvo en silencio; fue enterrado secretamente; sólo a su viuda le fue permitido acompañar aquel inmortal cadáver. La versión de los agresores es que hallaron su cuerpo inerte, con muestras visibles de suicidio. La versión que ha sido publicada en el extranjero es diferente. A renglón seguido del bombardeo aéreo entraron en acción los tanques, muchos tanques, a luchar intrépidamente contra un solo hombre: el presidente de la república de Chile, Salvador Allende, que los esperaba en su gabinete, sin más compañía que su gran corazón, envuelto en humo y llamas.
Tenían que aprovechar una ocasión tan bella. Había que ametrallarlo porque jamás renunciaría a su cargo. Aquel cuerpo fue enterrado secretamente en un sitio cualquiera. Aquel cadáver que marchó a la sepultura acompañado por una sola mujer que llevaba en sí misma todo el dolor del mundo, aquella gloriosa figura muerta iba acribillada y despedazada por las balas de las ametralladoras de los soldados de Chile, que otra vez habían traicionado a Chile.



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Luis E. Aguilera

Director Nacional
Presidente
Sociedad de Escritores de Chile (SECH),
Filial Región de Gabriela Mistral-Coquimbo
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La Serena - Chile

De Omar Saavedra Santis

POSTALES URBANAS (2)

VERSALLES

No.
No es el château acromegálico en Île-de-France desde donde Louis XIV ordenaba y controlaba el afrancesamiento de la Europa del Gran Siglo y en donde por las tardes después del trabajo descansaba de la pesada carga que le significaba ser Sol y Estado al mismo tiempo, además de amante mediocre[1], genitor prolífico y gallipavo real.
No.
Al Versalles este del que hablamos no se le ve por ningún lado ni siquiera la punta de un bucle empolvado de la peluca sifilítica de algún Austria o un Borbón. Tampoco se ven en él ninguna de las decenas de coquetos juegos de agua en medio de los jardines de césped milimétrico de aquel otro Versalles, ni mucho menos se ven sus miles de turistas que lo asaltan a diario armados de folletos en cien idiomas, cámara digital y una botella de medio litro de Eau d´Evian en cada mano.
No.
Este Versalles está doce mil kilómetros alejado del otro, su tocayo ricacho. Más exactamente en el sur de la otra orilla, por ahí donde las proas llegaron a fundarle la patria a Borges, a Piazzolla y Maradona. Porque este Versalles del que hablamos, es un barrio periférico de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, como ellos, los porteños, la llaman a su ciudad con el tonillo rimbombante que le conocemos y, con más o menos razón, también le envidiamos. Este Versalles es un barrio pequeñito que a duras penas alcanza a agarrarse del borde del mapa de la ciudad que lo alberga. Antes de convertirse en barrio a comienzos del pasado siglo XX, era territorio de familias gallegas semicriollas que aspiraban a ser patricias. La modernidad política republicana no les dio la ocasión de serlo, pero sí de parecerlo, lo que en nuestras latitudes viene a ser lo mismo. Es esta pequeñez trepadora y genuflexa de nuestra pseudoaristocracia latinoamericana, la que llevó a los prohombres comunales de aquel tiempo a darle a este barrio el pomposo nombre que hoy carga y nada dice. Creo que hay también un otro barrio Versalles en Cali. Y desparramados por el resto de Sub-América se encuentran miles de otros barrios con nombres igualmente espurios e historias parecidas. (En Santiago hay uno con un nombre poéticamente estremecedor: "Barrio Suboficiales de Caballería").
Pero volvamos a este Versalles bonaerense. Su densidad demográfica es baja. En la actualidad sus habitantes no suman un tercio de los cortesanos que sirvieron al Rey Sol en el otro Versalles hace más de tres siglos. En este barrio tampoco se decide absolutamente nada que afecte algún asunto que vaya más allá de sus propias, estrechas fronteras distritales. Exceptuando naturalmente las partidas del Vélez Sarsfield cuando juega de local en el "José Amalfitani", el mismo estadio donde el papa Juan Pablo II el año 87 les dijo a los porteños lo que ellos sabían desde siempre, que Dios era católico, apostólico y argentino. (Aunque por comprensibles razones de edad, ÉL no siempre se acuerde de todos esos atributos suyos, ni gusta que se los echen en cara). En verdad, el estadio queda en Liniers, el barrio vecino, pero la mayoría de los de Versalles son hinchas del Vélez, así es que para el caso da lo mismo. Para los shilenos es de interés saber que de la mano de Marcelo Bielsa el Vélez recibió el 98 del siglo pasado la copa nacional del Torneo de Clausura, una de las tantas que el club junta en las vitrinas de su posteridad para que las admiren los pibes de mañana.
Al barrio este del que estamos hablando llegué por casualidad y en un bus del transporte urbano. Sí, fue la casualidad –la más heterodoxa y exacta de las leyes naturales- la que me condujo con mano tierna y segura al barrio ese. Una casualidad que no termino de agradecer, debo decir. Del Obelisco a Versalles hay diecisiete kilómetros. La misma distancia que hay entre el otro Versalles y el centro de París. El viaje desde el mero centro de Buenos Aires, digamos por ejemplo desde Viamonte esquina con Jean Jaurés hasta el polideportivo del Vélez, dura noventa minutos. Se podría pensar que es un largo viaje, pero no es así. Apenas da el tiempo justo para pensar todas las bobadas del mundo, incluidas postales como esta, destinadas a nadie. El colectivo -o "bondi" como lo llaman algunas personas- más apropiado para hacer este viaje es el 99. Hace un recorrido muy parecido al paseo por un laberinto de catorce curvas infinitas, al final del cual uno desciende mareado en este Versalles en el confín del continente. Pero a poco andar me asaltó la sospecha de que el bus 99 era también una máquina del tiempo que me había transportado, sin que yo lo notara, al pretérito pueblerino del barrio intocado e inalcanzable que uno lleva adentro, nomás poblado de nostalgias adolescentes y sueños incumplidos. Las pacíficas y anchas arboledas de tilos y plátanos orientales le daban fuerza argumental a esta sospecha mía de haber retrocedido en el tiempo. Las calles de Versalles, semivacías en cualquier hora del día, tienen ese algo raro de las descripciones que Soriano hace de sus provincias. Lugares de encuentros y desencuentros con uno mismo y los demás, donde la arena de los relojes se demora un poco más en caer, y no siempre lo hace de arriba para abajo. Es decir, nada del otro mundo, pero también con muy poco de este. Con esa sospecha entonces de encontrarme tardíamente en otro tiempo conmigo mismo, me senté en una banca de la plaza Ciudad de Banff[2], "la placita" la llaman aquí. Me senté así nomás, sin pensar en nada, o sea pensando en todo lo que se piensa en esos lugares. Como esperando simplemente, acaso sin saberlo, la aparición de un camión colorado cargado con toneles o cualquiera otra simple epifanía parecida, sin otra importancia más que la que de hacerme entrever unas pocas de esas muchas cosas de las que están llenas los días y que uno no ve, a pesar de tenerlas frente a los ojos. Estos barrios nuestros son algunas de esas cosas.
Posiblemente en Buenos Aires más de un oriundo de Puerto Madero o Recoleta no ha puesto nunca el pie en Versalles. Así como más de un santiaguino de La Dehesa no hollará jamás el polvo de Renca. Porque uno de los muchos destinos de nuestras megalópolis latinoamericanas es ser y permanecer terra incognita incluso para los que las habitamos. No sólo a causa de sus dimensiones geográficas y los abismos sociales que separan a los diez mil de arriba de los millones de abajo, sino también por la fatídica falta de curiosidad por saber lo que hay al otro lado de la empalizada con que nos hemos aislado de los demás.
Sentado ahí en "la placita" pensé, sin temor a equivocarme, que con seguridad no existen postales de este Versalles del que hablo. Decidí entonces, dibujar esta.

Barrio Brasil de Santiago, febrero 2011




[1] Según cuenta el duque de Saint-Simon, el chismoso oficial de aquella época.
[2] Fue Perón quien la bautizó así, como homenaje a la pequeña ciudad escocesa de ese nombre por haber acogido a José de San Martín a comienzos de su largo exilio en 1824. Allí el general de libertadores fue honrado con el título de Freeman of the Royal Burgh of Banff, cuando los suyos, es decir nosotros, nos dábamos a la tarea de olvidarlo poniéndole un monumento encima.