jueves, 10 de febrero de 2011

De Omar Saavedra Santis

POSTALES URBANAS (2)

VERSALLES

No.
No es el château acromegálico en Île-de-France desde donde Louis XIV ordenaba y controlaba el afrancesamiento de la Europa del Gran Siglo y en donde por las tardes después del trabajo descansaba de la pesada carga que le significaba ser Sol y Estado al mismo tiempo, además de amante mediocre[1], genitor prolífico y gallipavo real.
No.
Al Versalles este del que hablamos no se le ve por ningún lado ni siquiera la punta de un bucle empolvado de la peluca sifilítica de algún Austria o un Borbón. Tampoco se ven en él ninguna de las decenas de coquetos juegos de agua en medio de los jardines de césped milimétrico de aquel otro Versalles, ni mucho menos se ven sus miles de turistas que lo asaltan a diario armados de folletos en cien idiomas, cámara digital y una botella de medio litro de Eau d´Evian en cada mano.
No.
Este Versalles está doce mil kilómetros alejado del otro, su tocayo ricacho. Más exactamente en el sur de la otra orilla, por ahí donde las proas llegaron a fundarle la patria a Borges, a Piazzolla y Maradona. Porque este Versalles del que hablamos, es un barrio periférico de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, como ellos, los porteños, la llaman a su ciudad con el tonillo rimbombante que le conocemos y, con más o menos razón, también le envidiamos. Este Versalles es un barrio pequeñito que a duras penas alcanza a agarrarse del borde del mapa de la ciudad que lo alberga. Antes de convertirse en barrio a comienzos del pasado siglo XX, era territorio de familias gallegas semicriollas que aspiraban a ser patricias. La modernidad política republicana no les dio la ocasión de serlo, pero sí de parecerlo, lo que en nuestras latitudes viene a ser lo mismo. Es esta pequeñez trepadora y genuflexa de nuestra pseudoaristocracia latinoamericana, la que llevó a los prohombres comunales de aquel tiempo a darle a este barrio el pomposo nombre que hoy carga y nada dice. Creo que hay también un otro barrio Versalles en Cali. Y desparramados por el resto de Sub-América se encuentran miles de otros barrios con nombres igualmente espurios e historias parecidas. (En Santiago hay uno con un nombre poéticamente estremecedor: "Barrio Suboficiales de Caballería").
Pero volvamos a este Versalles bonaerense. Su densidad demográfica es baja. En la actualidad sus habitantes no suman un tercio de los cortesanos que sirvieron al Rey Sol en el otro Versalles hace más de tres siglos. En este barrio tampoco se decide absolutamente nada que afecte algún asunto que vaya más allá de sus propias, estrechas fronteras distritales. Exceptuando naturalmente las partidas del Vélez Sarsfield cuando juega de local en el "José Amalfitani", el mismo estadio donde el papa Juan Pablo II el año 87 les dijo a los porteños lo que ellos sabían desde siempre, que Dios era católico, apostólico y argentino. (Aunque por comprensibles razones de edad, ÉL no siempre se acuerde de todos esos atributos suyos, ni gusta que se los echen en cara). En verdad, el estadio queda en Liniers, el barrio vecino, pero la mayoría de los de Versalles son hinchas del Vélez, así es que para el caso da lo mismo. Para los shilenos es de interés saber que de la mano de Marcelo Bielsa el Vélez recibió el 98 del siglo pasado la copa nacional del Torneo de Clausura, una de las tantas que el club junta en las vitrinas de su posteridad para que las admiren los pibes de mañana.
Al barrio este del que estamos hablando llegué por casualidad y en un bus del transporte urbano. Sí, fue la casualidad –la más heterodoxa y exacta de las leyes naturales- la que me condujo con mano tierna y segura al barrio ese. Una casualidad que no termino de agradecer, debo decir. Del Obelisco a Versalles hay diecisiete kilómetros. La misma distancia que hay entre el otro Versalles y el centro de París. El viaje desde el mero centro de Buenos Aires, digamos por ejemplo desde Viamonte esquina con Jean Jaurés hasta el polideportivo del Vélez, dura noventa minutos. Se podría pensar que es un largo viaje, pero no es así. Apenas da el tiempo justo para pensar todas las bobadas del mundo, incluidas postales como esta, destinadas a nadie. El colectivo -o "bondi" como lo llaman algunas personas- más apropiado para hacer este viaje es el 99. Hace un recorrido muy parecido al paseo por un laberinto de catorce curvas infinitas, al final del cual uno desciende mareado en este Versalles en el confín del continente. Pero a poco andar me asaltó la sospecha de que el bus 99 era también una máquina del tiempo que me había transportado, sin que yo lo notara, al pretérito pueblerino del barrio intocado e inalcanzable que uno lleva adentro, nomás poblado de nostalgias adolescentes y sueños incumplidos. Las pacíficas y anchas arboledas de tilos y plátanos orientales le daban fuerza argumental a esta sospecha mía de haber retrocedido en el tiempo. Las calles de Versalles, semivacías en cualquier hora del día, tienen ese algo raro de las descripciones que Soriano hace de sus provincias. Lugares de encuentros y desencuentros con uno mismo y los demás, donde la arena de los relojes se demora un poco más en caer, y no siempre lo hace de arriba para abajo. Es decir, nada del otro mundo, pero también con muy poco de este. Con esa sospecha entonces de encontrarme tardíamente en otro tiempo conmigo mismo, me senté en una banca de la plaza Ciudad de Banff[2], "la placita" la llaman aquí. Me senté así nomás, sin pensar en nada, o sea pensando en todo lo que se piensa en esos lugares. Como esperando simplemente, acaso sin saberlo, la aparición de un camión colorado cargado con toneles o cualquiera otra simple epifanía parecida, sin otra importancia más que la que de hacerme entrever unas pocas de esas muchas cosas de las que están llenas los días y que uno no ve, a pesar de tenerlas frente a los ojos. Estos barrios nuestros son algunas de esas cosas.
Posiblemente en Buenos Aires más de un oriundo de Puerto Madero o Recoleta no ha puesto nunca el pie en Versalles. Así como más de un santiaguino de La Dehesa no hollará jamás el polvo de Renca. Porque uno de los muchos destinos de nuestras megalópolis latinoamericanas es ser y permanecer terra incognita incluso para los que las habitamos. No sólo a causa de sus dimensiones geográficas y los abismos sociales que separan a los diez mil de arriba de los millones de abajo, sino también por la fatídica falta de curiosidad por saber lo que hay al otro lado de la empalizada con que nos hemos aislado de los demás.
Sentado ahí en "la placita" pensé, sin temor a equivocarme, que con seguridad no existen postales de este Versalles del que hablo. Decidí entonces, dibujar esta.

Barrio Brasil de Santiago, febrero 2011




[1] Según cuenta el duque de Saint-Simon, el chismoso oficial de aquella época.
[2] Fue Perón quien la bautizó así, como homenaje a la pequeña ciudad escocesa de ese nombre por haber acogido a José de San Martín a comienzos de su largo exilio en 1824. Allí el general de libertadores fue honrado con el título de Freeman of the Royal Burgh of Banff, cuando los suyos, es decir nosotros, nos dábamos a la tarea de olvidarlo poniéndole un monumento encima.

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