domingo, 10 de julio de 2011

La Princesa Diaguita. Luis E. Aguilera- Cuento del libro Andén de los Sueños


La Princesa Diaguita. Luis E. Aguilera- Cuento del libro Andén de los Sueños



Princesa_DiaguitaMe faltan tus ojos, para ver los amaneceres y caminar los días...



"Existen historias, acontecimientos en la vida de algunas mujeres, que con el solo hecho de traerlos en el recuerdo sangran, se desgarran, como una flor madura por el viento. Y la leyenda de “La Princesa”, era una de ellas".


Había nacido en las inmediaciones del Valle de Elqui, y todos los que la conocieron en su juventud, la llamaban así. Tuvo una infancia feliz, plena de dichas, sin mayores contratiempos. Soñaba con amores


densamente románticos, con finales típicos de los cuentos de hadas, que brindan el amor perfecto. En aquellas circunstancias no se le presentaban mayores contratiempos.


A la Princesa del Valle, le agradaba permanentemente recordar todos esos episodios de aquellos distantes días, su memoria se hundía en el pasado para renovar antiguas vivencias: los paseos de tardes enteras de sol con esos amarillos anaranjados transparentes a la orilla del río, caminar por las diferentes calles, plazuelas; caminillos que sólo ella conocía, bajo los “Moros” que hacían reverencias cuando ella pasaba distraída y filosófica.


¡Cuán lejos se hallaba de esos asombrosos lugares, a través del tiempo y la distancia!... ¿Dónde quedaron esas noches en que se dormía de un tirón?


Un muro áspero la separa con su doble dimensión temporal y espacial. Todo era fantástico en el pueblo en que ella residía, junto a sus padres y a cada uno de sus hermanos. Un mundo de extremada pureza; no sabía de dolores y angustias, todo consistía solamente en existir, vivir en ese mundo recreado mágicamente de mitos, ensueños, fantasmas, duendes y leyendas. ¿De dónde proviene esa ansiedad infinita?, se preguntará una y mil veces. Siente un dolor punzante en su costado izquierdo y un frío extraño que penetra hasta lo más profundo de su ser.


La Princesa inmortalizó los otoños que tenían un simple encanto. Paraíso inmaculado -como su alma-, un sol que conserva las energías del verano, ésto unido al múltiple tinte de los cerros que “arden en púrpura y azafrán”. El espectáculo se exhibe en sus evocaciones recargadas de colores atractivos; pero también está el gris agónico -que es casi muerte-; con la irrupción de una perseverante neblina; desde El Tambo hasta Rivadavia, todo es luminosidad y energías exuberantes.


¡Cómo no perpetuar en aquellos períodos la melancolía, y la heredad de sus amores juveniles! ¡Cómo no añorar la embriaguez de soles, mientras un frío inmisericorde apuñala sus huesos!


Era en esas jornadas primaverales, cuando más felicidad encontraba La Princesa, mientras los álamos de las laderas del “Cerro de la Virgen”, custodiando la línea férrea, intentaban exhibir sus medallones radiantes; los viñedos que ascendían vehementes los faldeos, o se desplegaban en las propiedades bajas de Huancara, por la orilla del ferrocarril, cerca del túnel, pintarrajeando a plenitud lo extenso de la tarde, con un tono broncíneo.


Los higuerales del canal “Jaramillo” -con sus aguas recogidas de los diversos faldeos cordilleranos-, indistintamente redondeaban sus copas abultadas, que se iban atenuando lentamente, y más tarde, perezosamente, derrocharían todo su follaje, para transfigurarse en fantasmales esqueletos.


Así, todo se teñía de una coloración en sus recuerdos, que variaban desde las disímiles inflexiones, pasando desde un áureo hasta un carmesí considerablemente violento, con un fondo verdoso, doliente. Era una indestructible batalla sangrienta entre el matiz impresionista de un otoño que hiere, con sus atrevimientos de conquistador, y un verano renuente, con su lozanía de clorofilas que resguardan su ya gastada hegemonía.


A la Princesa le resultaba fascinante esa ofensiva de la naturaleza, que se desplegaba cada año, exprimiendo los ramilletes de uvas, como ubres substanciosas en los viñedos, para luego metamorfosearse ya en espléndidos vinos, en el licor destilado de los alambiques. O bien, los racimos que su abuela María, colgaba en los parronales del fondo del patio, para después someterlos a un lento proceso de deshidratación, y convertirlos en las transparentes pasas. El descarozado huesillo de durazno, higos melosos, nueces oleaginosas que su abuela cosechaba para la chorrera de nietos, el dulce de membrillo, ciruela seca, damasco. Todas estas labores encarnaban la dura cruzada por la subsistencia. Perspectiva fascinante que personifica la vida humana de estos valles perpendiculares.


De ningún modo “La Princesa Diaguita” consiguió distinguir cuándo se fue su infancia y devino la adolescencia. Pronto se encontró transplantada junto a sus padres a otra ciudad, totalmente desconocida en el desierto florido. En aquel lugar, creyó encontrar el amor, que por aquellos días hacía su aparición -pasión difuminada por el tiempo-, que raudo, quizá excesivamente veloz germinó en su vientre.
¡Qué hermosa y sorprendente es la vida! ¡Qué admirable es cuando puede generar otra vida!


Reinició el vuelo..., escapando de los infundios, reproches e imputaciones constantes que repetía su madre; que no supo jamás demostrar su cariño, su amor -del cual ella estaba completamente segura-, pero que jamás lo aclaró, por ese tonto orgullo que la acompañó hasta sus últimos días. En ningún tiempo acertó en el punto exacto de la armonía. Sin embargo, “La Princesa Diaguita”, trató por todos los medios de encontrarlo, pero no le fue permitido. Le fue negado sistemáticamente cada día.


Un ardoroso idilio, con un turbulento pasar, sumado a la inexperiencia de vivir de a dos. Quizás, es aquí en donde comprendió amargamente que fundar un hogar no era juego de niños, arrastraba una serie de complicaciones legales, las cuales nunca hubiese podido prevenir. La coexistencia comenzó a tornársele amarga y sus ojos, sus bellos ojos negros embriagadores, perdieron el brillo del ensueño.


Tenía el convencimiento de que la coexistencia está hecha de contradicciones. Sabía que después de una noche tenebrosa -que nos parece eterna-, se asoma la claridad del alba con su roja flor de luces. Mil veces repasó su nueva vida. Llegó a la ciudad para vivir en una casa de pensión de mala muerte -aunque era lo menos malo, dentro del espectro existente-, donde confluía toda clase de hombres, mujeres; la fauna más variada: extranjeros, nacionales, comerciantes, periodistas, poetas, artesanos, estudiantes; muchachas que salían a trabajar por las noches y volvían con el amanecer pegado a su rostro, cadavéricas, enmarañadas, con la miradas tristes y perdidas.


Conoció lo que para las mujeres de su clase era un verdadero misterio. Aquí se dio cuenta de la existencia de distintas supervivencias. La verdadera miseria material y moral; los corazones por donde a veces no corre una pizca de sangre, que son fríos como la nieve, que no se conmueven con nada, las exaltaciones bajas, mezquinas y grandes, de ese submundo olvidado en el fondo de una botella de licor barato; inmisericordemente presenció la amplia variedad de vicios que existen; todo lo que conoce un hombre de vida licenciosa, profana y sumido en las espesuras de lo indescifrable.


Fue un golpe desgarrador, develador, degradante; pero su alma salió airosa de estas pruebas no gratuitas, otorgadas por las circunstancias, destino que La Princesa naturalmente jamás buscó. Después de los quebrantos, sabía que invariablemente se levantaba la fe en días mejores. Cuando la sombra de la tarde se esparcía por la ciudad, cosía, tejía, confeccionaba escarpines, chombitas, chalecos, mantillas, pañales de géneros, botines con diferentes colores de lanas. No podía regalarle a su niña costosos juguetes, ni mecerla en dorada cuna, ni vestirla de seda o terciopelo, pues su situación era incierta. Aún en condiciones normales no habría podido tampoco aspirar a estos refinamientos. “La Princesa Diaguita” siempre había vivido sobriamente.


El hábitat se le comenzó a manifestar descortés y huraño; sin atractivos para su espíritu humilde. Pero al mirar a través de la ventana de aquella pequeña habitación, que le parecía cada vez más desconocida, húmeda, gris y fría, veía una arteria cubierta de hojas, resultándole curioso que no hubiera árboles, pero sí cantidades de pétalos, trataba de imaginarse una calle ancha y solitaria por donde caminar sus vastos ensueños.


Pero La Princesa, con su original sentido artístico, conseguía expresar la hermosura disimulada bajo el manto del espacio agreste. La naturaleza estaba siempre dotada de preciosidad para ella, inclusive en el desierto más inhóspito; en la frondosidad de los viñedos o en la monstruosidad del mar. Estas condiciones para evaluar la bondad la dispensaba del aburrimiento, de los pesares. El trato con el espectáculo riguroso instituía para ella un bálsamo reformador.


Así fortalecía su moral abatida por los padecimientos, prisionera de un amor demasiado postergado de sueños que quedaron extraviados en románticas galaxias del terrible olvido, puesto que se enredaron en brumosas tardes de esperas; exageradamente prolongadas. Aunque nunca logró darle respuestas a algunos pasajes de su vida, ni de las circunstancias que la llevaron a ser la mujer castigada, en un abismo de absurdos dolores y a veces la atrapada por una mirada desvanecida.


¡Cuánto vacío había en su habitación! ¡Tanta pasión recargada en las paredes!


Su ideal de príncipe se fue desmoronando lentamente. Él llegaba ebrio, acompañado de un sinfín de amigos de juergas, sin mayores consideraciones hacia ella y su pequeña hija. Él pensaba improcedentemente que La Princesa tenía la obligación de mantenerlo y atenderlo.


Ella protegía a su hija en una suerte de fortaleza en su regazo. Lloraba copiosamente todas las tardes, sin que nadie la viera -como si fuese una fuente de tristeza-. Se sentía sola, sin amor, sin futuro; iba viviendo en este mundo sin hacer ningún ruido, con la alegría siempre a mitad, como una paloma lesionada de muerte en despoblado. Sola, como solo tú lo sabrías...


Desventuradamente, La Princesa, de ningún modo se quejó de su situación, nunca culpó a nadie de sus infortunios, asumió su situación más o menos estoicamente, sin hogar, sin el apoyo de la familia, sin posesiones materiales, solamente con unos cuantos bártulos y sola. ¡Siempre sola!


Su alcoba le resulta monumental, mientras seguía con sus ojos heridos, en un cuarto modesto, que mantiene siempre limpio, como persistentemente lo supo hacer. Paredes blancas, algunos espacios cubiertos con papeles de regalos que ostentan grandes rosas blancas. Escaso de adornos, que no perturbaban la quietud que ella se otorgaba en sus pensamientos. Se entretiene, si las ocurrencias así se lo permiten a sus ojos mágicos, ociosos; a veces en la contemplación de una puerta con rasgos arabescos. La ventana, la encuentra rígida, espectral, por donde observaba la calle, a través de dos cristales rotos.


En las noches prolongadas por pensamientos oblicuos, rutinas pegajosas y recuerdos uniformes, sabía erguirse y proclamar con la cabeza en alto su amor, su ideal. “La Princesa Diaguita” amaba en silencio, era capaz, llegado el caso y si fuese necesario, de defender su corazón y su hija hasta la muerte. Las desaposesiones, tristezas, ausencias, privaciones, constituyeron el eje principal de su sostenimiento. No era el sitio propicio -había nacido a destiempo-, para salir inerme de las soledades y de las carencias


Rápidamente, de las graves palabras, se pasó a las acciones constantes de violencias: gritos, amenazas, golpes. Era abofeteada, humillada, tomada en múltiples ocasiones del pelo y sacudida hasta el cansancio. Él, que ella pensó alguna vez que era su galán, comenzó a mostrar sus facetas siniestras. Ante lo cual intentaba por sobre todas las cosas resguardar a su bebé; fue la madre que habló con gestos por su hija, con el corazón lavado en lágrimas. Fue unas de las tantas que caminan por el universo, unidas y llorosas, junto a sus retoños. Inoportunamente nunca sus desfallecientes fuerzas fueron suficientes y cayó en largas tardes de melancolías.


Con frecuencia se le escuchaba cantar algunas canciones de triste contenido, desgarrando el alma y triturando el corazón, parecía ser una eterna y gran romántica. Pero La Princesa ya no reía, entristeció paulatinamente, sumiéndose en un oscuro, peligroso e incierto pasar. En el fondo de la casa podía vérsele, horas tras horas, sentada entremedio de las exiguas flores o bien a la sombra de los escasos hibiscos; desnuda en todos sus recuerdos, con los ojos fijos quizás en lejanías. Siente música y descubría que es el mar quien la despertaba con un dócil murmullo.


Su contemplación estaba arraigaba en un universo supuesto, en inalcanzables distancias. No lograba comprender qué había pasado con todos sus sueños, las proposiciones hechas en un momento determinado. La calidez -preeminencia paterna del apuesto varón-, hoy se veía desprovista, defraudada. Peor aún, humillada, vejada, destrozada. ¿Cuándo comenzó y terminó la historia de amor?, ya no lo recordaba; percibió que únicamente fue una utopía, una delirante ilusión.


Los días corrían veloces, las hojas del calendario caían maduras, precipitadamente con el ardor húmedo del litoral, se complacía con la soledad frente al paisaje curador de angustias. Son las flores, el jardín, sus recuerdos, leales compañeros; sin éstos, habría sido consumida inminentemente por el tedio. El agotamiento le roía las yemas de los dedos, era un cansancio que mira lo que está perdido.


Había una tensión dolorosa, algo así como si se aproximara el fin del mundo. Cuando estaba a punto de llorar, debió permanecer en silencio y tragarse sus lágrimas para que su hija no la viera. “La Princesa Diaguita”, se consolaba con las manitas de su niña que juguetean con sus cabellos. Esa madrugada, cuando las estrellas palidecían en su ventana, y el resplandor de la aurora coloreaba la inmensa sabana gris, frente al rumor del mar de La Serena, tuvo la emoción inaguantable que se transforma en una alegría tangible del partir nostálgico


Y no dejó crecer sus angustias con el tiempo. Entonces pensó, con la conmoción del aturdimiento que se produce bajo el fondo de la tierra -de un socavón de mina dormido-, que tal vez había perdido la razón; pero no, estaba más lúcida que nunca, todo lo que ocurría a su alrededor era real. Un imperturbable glaciar la penetró, fue un frío de imposibilidad, precipicio e insidia. Ahora no podía llorar, era demostrar delante de los demás debilidad, desprecio o temor; además, nunca sollozó delante de nadie, le parecía impúdico. Las lágrimas estaban dispersas y reservadas para su inescudriñable intimidad.


Una verdad vino a estrellarse contra su “yo” enfermo, como una avalancha agresiva. Comenzó a descargar sus atavíos de una percha improvisada, discretamente disimulada por una festiva cortina floreada de cretona azul. La ropa blanca la esconde pudorosamente dentro de la cobija; ésta, a su vez, oculta sus dilatadas penas. Se desarrollan las alas y su marido -el que ella cree que lo es- apenas se entera de la enfermedad de su niña, y menos cuando La Princesa prepara sigilosamente su vuelo de retorno al norte. La barra del bar y los amigos retenían imperiosamente su sagrado tiempo.


A finales de una azulada mañana que podía apreciarse a través de la ventana, La Princesa llegó a una indesmentible conclusión: ya no lo amaba. Y se preguntaba: ¿A dónde va el amor que calla? ¿Qué se lleva en el alma y se va alejando como el viento? Era un hombre demasiado frívolo, aficionado en demasía a la buena vida; dedicado por tiempo completo a los placeres livianos y licenciosos. Le apesadumbraba su “conducta libertina”, nunca fue capaz de comprometerse a una colaboración pecuniaria. Gestión indigna y vergonzosa como padre y esposo.


La mueca del hambre muchas veces agudiza el ingenio y hace decididas a las personas. En múltiples ocasiones debió enfilar sus pasos “a la calle del desengaño”, Avenida. Francisco de Aguirre 480, y obtener un Contrato Único Pignoraticio en la Dirección General de Créditos Prendarios, para empeñar algunos objetos y de esta manera reunir el dinero que se hacía cada vez más escaso y necesario.


Regresó con decisión, espontáneamente aspiraba el viento con considerables murmullos y a continuación lo desalojaba, como si en ese contexto estuviese anhelando la bruma del amanecer. El camino de la angustia fue muy enérgico con La Princesa; comparable a la esperanza de prender un cigarrillo, aspirar la bocanada hasta enardecer sus pulmones o concebir un aroma penetrante y no el entumecimiento de los sentidos que debían custodiarla en esas pavorosas circunstancias.


Con sus ojos únicos, sus ojos negros que vaciaban su bálsamo sobre la vida, perfumando todos los rincones del mundo, concluyó decididamente: ¡No necesito de tu inexistente apoyo! ¡Ni quiero seguir viviendo con hombre alguno, que no es indispensable en mi vida afectiva! ¡Tengo buenas manos para trabajar! La Princesa no podía seguir viviendo con un hombre de conducta tan disoluta, un bohemio, un perdido incorregible.


Hoy se han puesto de acuerdo los cristales, para llorar las lluvias matutinas.


Aquel mediodía el aire insolente golpeó mi cara, estaba parado en medio de la vida solo. Todo era desconsolado bajo el sol de aquella doliente mañana, la gente pasaba y yo no importaba para nadie. De pronto tú, más delgada de lo acostumbrado, con tus ojos radiantes y expresivos, como dos aceitunitas negras resplandecientes del Valle del Huasco, con tu aire de Princesa Diaguita, inconfundible y seguro.


Dotada con tus auténticos rasgos nobles, me prendaste con tu interesante atractivo. “Eras grande en el amor, como asimismo en el dolor”. No pertenecías a esa casta de mujeres frívolas y de almas bajas que reniegan e insultan el nombre de una quimera vivida por medio de pequeñas debilidades.
Alguien comentó imperceptiblemente a mi lado: “¡Va despertando maravillas por donde pasa! ¡Juega con sus encantos, como una malabarista de estrellas!” Uno más avezado le grita desde un extremo a otro: “¡Princesa, en mis años de jardinero, jamás había visto una flor más bella que tú...!” Se sonríe satisfecha, displicente, soltando mariposas negras y brillantes por todos sus cabellos color “carbón-piedra”.


Por suerte, el tiempo se encargó pertinazmente de salvaguardar a La Princesa enérgica en mi memoria, durante veinticinco años, palpitando en mis movimientos, aunque nada, ni yo mismo, insinuara su nombre: numerosas veces, en todo ese tiempo; la percibí encubierta en mis evocaciones. Fue casi volver a tentar sus pechos nacientes, desde la distancia que imponía la calle. Todo esto me permitió asimilar otra vez de sus labios el aliento de vida y las prometedoras expectativas.


Sentí un brinco en el acceso del estómago. Pero yo insistí en inmortalizar lo irrecordable, y mal que bien hilvanamos un diálogo de cinco o veinte minutos que yo no sospechaba en que iría a parar; este encuentro accidental no era solamente casualidad. Un pedazo de su vida cobijaba en sus brazos. Todo fue sonrisa, recuerdo, tomé su mano como antes, la dejó entre las mías por un momento y advertí el tremendo abatimiento en ella.


La Princesa tenía un bronceado indígena perfecto, con una gracia extrema y ondulante, del mestizaje errabundo de los pueblos del Valle de Esquí, cuyo misticismo evocaba el recuerdo de “Las Princesas Hijas del Sol”... Dos veces miró hacia atrás y me hizo señas tratando de sonreír, en un gesto desesperado que oprimía el corazón. Se fue, como un pajarillo herido e indefenso de mis manos. Y me quedé soñando con la ilusión a cuestas, con la esperanza guardada en un bolsillo roto de mi pantalón, como en suspenso, con una historia breve.


Pasó el tiempo y su figura siempre la llevé junto a mí, nunca la olvidé, la busqué en cada rostro, en el conjunto de mujeres que pasaban por las calles. Nunca más supe de La Princesa y en ningún tiempo más la vi.


Llegué a ser incapaz de refrendar los casi nulos términos por los cuales me interesé durante aquellos iniciales minutos de plática, tampoco lograría repetir lo insuficiente que le dije; pero el conjunto de frases: un gesto, sus indisolubles movimientos, todo instante lo usé en exhalarlo o interceptarlo imaginariamente; el gesto de abrir las manos, cada “no” sentenciado con una leve inclinación de cabeza, cada “sí” acentuado por aquellos labios agraciados, algo más gruesos que en mis reminiscencias, entendieron pormenores proyectados a partir de mucho antes por una sola voluntad, o podría decir por dos voluntades.


Numerosas veces antes, y otras posteriormente, desde aquel encuentro, he asumido la convicción de haber depuesto una maravillosa oportunidad, y aquel día no fue la singularidad; cuando le dije que la vería en una próxima oportunidad; yo guardaba una íntima esperanza, una profunda convicción.


Pregunté por ella a viejos amigos, nada pude conseguir, ni un detalle, ni una esperanza, sólo el recuerdo quedó girando y girando en mí. Otros me contaron más tarde, que “La Princesa Diaguita” se había dado cuenta que debía emigrar de aquel envilecido ambiente. Era la única forma de no caer para siempre en ese abismo oscuro y espantoso. Vivir para su hija, desde entonces, fueron los motivos esenciales de su existencia.


De manera que La Princesa se transformó en la fantasía, gracia y ensueño que olvidó la luna en un lecho de amor. Se entregó por entero al trabajo, para tratar de sobrevivir, no existiendo otra rutina ni aspiración. “Sólo esperaba la noche, la complicidad nocturna, su amiga, su libertad”. ¿Es premio al dolor el sueño? ¿Es un no descansar jamás de las alucinaciones de la preexistencia? Se preguntará una y mil veces.


Absolutamente deseaba sacudirse de tantos agravios. Se levanta muy temprano, caminaba erguida, altanera; no miraba sino aquello admirable o seductor (eso nunca es equivalente a algo extraordinario o inusitado). Son comunes hechos mirados desde el lado de la congoja. Durante algunos meses no quiso saber nada de familiares o amigos. Sus pasos por la ciudad refuerzan una convicción inquebrantable en su rostro; sus piernas ágiles, apetitosas, extendidas, soberanas, gesticulan una candencia acompasada, segura, firme. De esta manera, estimula su yo enfermo de tantas congojas. Camina y recorre y descorre su andar a tientas.


No le cautiva la ciudad a la que anónimamente retorna. Se siente prisionera en una urbe tan bulliciosa y tan vasta; es admirable, pero fría, sin alma, sin más expresión que las de sus fastuosos parques. Jardines lozanos, fragantes que adornan las plazas y paseos. Sus cerros naturales, austeros e imponentes, edificios señoriales, algunos de estilo colonial e inglés, dignos de aspaviento para sus naturales.


No consigue encontrar la amistad espontánea y familiar de los pueblos pequeños. Las interacciones sociales eran acartonadas, formulistas. Se preocupaban más de los pergaminos, ostentosos apellidos, que de las condiciones particulares; a rato eran vanidosos y prepotentes, miraban en forma desdeñosa al resto de las personas que no eran de sus redondeles falsificados. Añoraba su valle tan idolatrado, su heredad natal, tan distante; pero a la vez, tan cerca de sus afectos. Se asfixiaba en una localidad tan extensa. Pero, sin embargo, tan estrecha. Sentía nostalgia por los verdes campos, el cerro Negro: Mamayuca, Peralillo, Tres Puntas y los ríos que circundan alrededor del valle del Elqui, Río Turbio y Río Claro.


Entonces, en la oscuridad de la noche, es donde su imaginación volará sin coerción; nada de maltratos tiránicos e imputaciones ofensivas. Oirá gritos de niños que juguetean en la calle; el bramido del mar. Sólo rompe este sosiego de los abandonados, el sublime canto de los pájaros, que hacen requiebros de amor cada primavera en su fantástica ventana, cubierta de nylon, que no impiden la visibilidad,


La Princesa es una mujer transparente; pero siempre lo fue, como un cristal. Es como una melodía sin variedad, se siente resplandeciente, como aguacero de otoño, tiene un toque de misterio y nocturnicidad. Es libre, resbala de toda codicia, se aproxima con temor a la sensación de la posesión y la entrega. En múltiples ocasiones escuchó murmullos delicados sobre el amor (el sentimiento más desparramado de sus espantos). El efecto de unos vocablos la enternecen; una mujer sola debe siempre protegerse del leve límite entre el olvido y la felicidad ha sido franqueada -es lo que ella cree y siempre pensó-. Cae en la trampa...


¡El corazón no entiende de ningún modo comprobaciones, ni razonamientos sobre las palabras mágicas o dichas! Nuevamente consiguió el amor, fueron catorce años de convivencias, llenos de planes, crecimiento. Sueños por doquier, él la colmó de felicidad que no había obtenido por mucho tiempo. Dos hijos llegaron a desagraviar el vacío, frutos de aquellos vehementes devaneos.


Emprende las curaciones de esas viejas heridas; obteniendo años tranquilos, de fantasías y esperanzas en el futuro -instantes que parecen un reposado crepúsculo-, a sabiendas de que es frágil, loca, inestable, exigente, injusta, callada, dolorosa y dependiente -en algunos casos-, de un hombre que cree será suyo indivisiblemente por toda una vida.


Por fin, consigue darle luz a sus miradas agrias y turbias. Cada mañana -como siempre, con sus dudas-, perdida entre sus cosas e indefiniciones se preguntará si esta existencia que lleva será para siempre. La incertidumbre en ella persistentemente está presente. Aferrada a sus temores, dejará que pasen los años, que se vengan encima. Entonces, La Princesa, nuevamente tendrá el dolor partido en los labios.


Al reencontrarse forasteramente con la ciudad de los Campanarios, de la cual años atrás había alzado el vuelo, se sintió llena de una espeluznante sensación de desmoralización, presagiaba la posibilidad del abandono. Las inquietantes circunstancias comenzaron a generalizarse -y que el viento se encargó de repetir-, al golpear insistentemente los cristales de la nueva casa en La Colina.


Ni súplicas o amenazas, ni castigos impuestos por las indiferencias que se fueron apoderando del contexto, impidieron que los enamorados rompieran sus compromisos adquiridos ante Dios. Nuevamente para La Princesa se levantaba un horizonte sorprendente, dentro de la soledad matutina, que se encarama imperceptible a contubernios y malquerencias.


Una mustia tarde de otoño, cuando jamás se ven pasar las mismas golondrinas -de pico negro, corto, alesnado; frente y barba rojizas, con un cuerpo negro azulado por encima y blanco por debajo, con sus alas puntiagudas y cola larga ahorquillada, que emigran en busca de países templados como el nuestro-, y que La Princesa se entretenía mirando todos los días, en estas apacibles circunstancias, se encontró de súbito con la indesmentible realidad -con la sarcástica contorsión de la vida-, porque a La Princesa no se le engaña; menos con las cosas dadas y dichas. En ese tiempo determinado se le produce un silencio acusador de los acontecimientos.


Un día él vino a la hora de almuerzo, se sentó ahí donde estás tú ahora y me dijo que se iba…


―¿Qué se iba…?


La vi temblar igual que retembló ante el marido mientras le daba un cúmulo de razones para que no se fuera, porque se le iban las esperanzas. “Esperé una caricia, una palabra, pero no hubo nada”. ¡Me lo contó, con un aire de gigantesca tristeza! Me subrayó luego: “Él me dijo con un tono grave, pero convincente, que se marchaba, que se iba de la casa, había encontrado un nuevo amor y no volvería de ningún modo. ¡Tomó sus cosas y se marchó dejando solamente el silencio adherido a las paredes! Cuando abrí los ojos, él ya no estaba”. La Princesa se quedó, horas y horas recostada sobre el sofá que posteriormente destrozó con todas sus sañas, gritando en el fondo de su alma su nombre.


La casa le comenzó a quedar demasiado grande, desde aquel día permaneció con los ojos heridos por la nueva separación. “Que no todo en la vida sale según uno espera”. El silencio se transformó en una tremenda sábana blanca, sin que él nunca se enterara; porque cada vez que ella intentaba contarle sus tristezas por teléfono, él no se molestó en oírlas y le gritaba: “¡Déjame tranquilo! ¡No me vuelvas a llamar! ¡Déjate de fastidiar!” No comprendió jamás el daño causado a un corazón enfermo por las deserciones adelantadas.


En mañanas neblinosas era cuando insospechadamente a La Princesa menos le gustaba vivir, prefería seguir en la cama más allá del medio día. Posteriormente se levantaba quejándose de una mala noche. Asumía sus rabias contenidas por vastos e interminables meses, atacando cuanto resultase desagradable a su irascible despertar, conocía desde lejos cada pensamiento y ya sabía lo que se siente sin tener que hablar una palabra.


Intentó calmar al principio sus días con fugaces paseos al centro de la ciudad e iba librando alucinaciones con la realidad, por si lograba divisarlo por unos instantes: jamás lo consiguió -o él quizás no lo permitió-. Miraba tardes enteras las vitrinas de los exiguos locales comerciales, en algunas ocasiones caminaba descalza las tristezas sobre la arena de una playa solitaria hasta la orilla del mar, para contemplar y solazarse con la inmensidad del mar. Nada le agradaba, todo lo veía desconsolado, el abandono golpeaba una vez más su puerta que la hacía desplomarse en el abismo más insondable de la noche y le hacía crecer incontrolablemente sus angustias.


Pasan los meses, le falta el aire. Al volver de alguna iniciación, de algún rito anodino, un sabor agrio de inquietudes se deposita en sus labios, se hunde en un despeñadero de preguntas, absurdos dolores y miradas desvanecidas por el tiempo. La Princesa se viste sin motivos, porque cree que no los tiene, y con relativa indiferencia (a veces ella no da con sus ropas), alcanza la calle con un ritmo cortés cimbreante. Frente al mundo, se ve inalcanzable, estricta, distante. Nadie se le acerca, menos intentan dirigirle la palabra, ninguno la ama verdaderamente hace tiempo. Y ella esquiva galanteos insulsos dados por hombres fatales, vacíos e idiotas.


En tardes de entre luces mientras la luna se enferma nostalgias, la contagia de soledades e invocaciones, desairando su porvenir, emergiendo en su voz un grito y busca con la mirada un hombre que la ame en una noche fugaz, furtiva, pero no lo consigue, es demasiado exigente. Errantes aspirantes sobran, a ratos se vuelve vanidosa con tantos galanteos; pero estos sujetos no cumplen las exigencias de una identidad grata y confiable -antecedentes tan difíciles de lograr, en estos tiempos tan convulsionados y erráticos en la conducta de algunos especímenes-. En todo caso con La Princesa no deben cumplirse al pie de la letra. Lo que no quiere decir que sea una conformista empedernida. Ella espera...


Dentro de sus continuas excursiones, no sospecha tampoco que desde un costado de la plaza, había unos “ojos de puñales” que se clavaron en los suyos. Sus misteriosos ojos negros, de mirar letárgico y santificado -ambos se acariciaron largo rato, en forma romántica... El duende protector de los enamorados acudía una vez más en su auxilio.


Consecutivamente padece una humedad de llanto en el alma y un deseo extraordinario por llorar, porque los alejamientos tempranos, las soledades de noches en lágrimas, finalmente son derivaciones que subyacen en la conciencia que solloza su desgracia, frente a la realidad de su habitación; donde aún están presente experiencias vividas junto a su amado, que recrean fantasías eróticas, sensuales, sensitivas, muy dificultosas de apartar.


No obstante, tenía temor al encuentro. La seducción de su sonrisa, la música de aquella voz, toda la gracia de aquel cuerpo adorable y adorado, todas las alternativas juntas de un carácter inquieto, de temperamento delicado y profundamente sensitivo, la fue atrapando.
La Princesa, aún hoy en día conserva esa bella actitud - quietud exótica, sagrada de los Diaguitas-, un encanto monacal, esa gracia serpentina de un mirar sibilino. Su cadera pulimentada como la greda, hombros desnudos, cabellera suelta peinada por el viento, era como aquellas diosas del sol que sentían el amor al ser ultrajadas y vencidas. Así la encontré aquel día triste de octubre, nos miramos largamente -la sublime e inquietante sonrisa de su boca, esa tarde fue toda para mí-. Su voz era queda, dulce, sensual, magnánima y melodiosa. “Te estaba esperando; siempre estuve segura de que te iba a volver a encontrar”. Era un pensamiento que le giraba y giraba en su cabeza.


Luego exclamó: “¡Te acuerdas de mí!” A lo que rápidamente contesté: “¡Cómo olvidar a una mujer tan hermosa como tú!”


A lo mejor aquella perspectiva no fue acaso el reflejo de La Princesa, interpolada entre el entorno y mi contemplación; las piernas me tiritaron al verla detenerse ante mí, cómo habría de ser si no, al evidenciar que la efigie de la reminiscencia era facsímil empalidecido de la que ahora se ostentaba poseedora de la situación y de mi entelequia. Lamento no ser competente en representar tal perfección.


Me dije a mí mismo: “No perpetuamente el tiempo es feroz con la perfección”. Se me sobrevino la idea de decirle: “Al fin, La Princesa hija del sol, ha descendido a mi heredad en su auténtica fisonomía”. Me demoré, considerablemente, en concebir que no precisara señalar nada; a ninguna frase mía ella le hubiera prestado atención, porque no era de esas mujeres que se dejan aprehender fácilmente con monsergas triviales, ya fuera inteligente o torpe, sincera o falsa.


Al día siguiente de la formidable alucinación celestial, “La Princesa Diaguita”, lo contactó por el receptor, pero el mensaje telefónico lo obligó a comprender que tuviera cuidado, que no creyera en los milagros ¿Para qué? Uno no puede y no debe creer que todas las palabras y sonrisas sean para uno. Quizás éso equivalía a una velada declaración de amistad. Algo insólito de parte de una mujer dañada permanentemente por el esquivo amor.


El cuadro de mis repasos no sería en cierne, sino una lobreguez pretérita: la apuesta estampa de la joven de los recuerdos mencionadas era ante aquella mujer, a pesar de sus treinta y ocho años, menos que nada, y más, ante la creación impresionante que prometían la honestidad de sus tendencias, el enigma de aquellos ojos, su fragancia que lo tenía desorientado, la proposición de una delicadeza que precedentemente nadie pudo apreciar, encubierta en los efectos de su voz.


Al alzar el nuevo vuelo de la coincidencia tuve una duda y a dos pasos próximos me persuadí de que algo iba a imposibilitar la reunión. Siempre y en todos lados se introduce la maldita duda, cuando más se desea algo. Esa tarde me refrendé cien veces que debía haber forzado las circunstancias iniciales, cuando aún no era tiempo. Cualquier forma, excepto la expectación, me dije reiteradamente. Se me hizo tan evidente mi propia ineptitud para maniobrar la cuestión que hasta llegué a especificarme las infinitas certidumbres de que en todo aquello había una gran contorsión del destino.


Y las burlas hay que fragmentarlas enseguida para que no lo acosen perpetuamente a uno las perogrulladas de las simplezas. ¿Sería realmente La Princesa aquella mujer tan aristocrática y distinguida? ¿De dónde lograba adquirir una joven elquina una equivalente desenvoltura? Y si no era La Princesa, ¿quién era?


Fue el encontronazo con mis sueños permanentes, preparado a desafiar el mayor de los atrevimientos. “Un cuarto para las siete”, había dicho ella; y yo estuve un cuarto para las seis, leyendo “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”, de Pablo Neruda, que acababa de comprar en la librería de libros viejos. Un cuarto para las siete cerré el texto y allí estaba la posición de fondo, los arreboles del extraordinario sol del atardecer en su exquisito y enmarañado pelo negro.


Ella cerró los ojos por la intensidad de la luz, de repente parecía sentir un dolor muy profundo, y caminó así, con los ojos cerrados, los brazos caídos, a lo largo del antejardín en dirección a mí, los labios suavemente mordidos; no dudé que en algún momento aparecieran unas lágrimas, pero no hubo lágrimas.


Desde aquel día no dejé de admirarla y descubrirla. Pronto reinicia los paseos -pero esta vez, ya no sola-, que se prolongaban más allá de la media noche, recordando viejas historias nocturnas de colegio.


Las hojas del calendario, le anunciaron veintitrés soles separados; hoy se aparecía sin avisar, de repente. La tarde les permitía una oportunidad para el reencuentro. Sus ojos no cambiaron, sus manos persistieron es sus ademanes, su pelo negro y brilloso, como las noches de recreo en el patio de la escuela, alegres e imberbes muchachos. Él le inventaba cuentos, quimeras que la transformaron en “La Princesa Diaguita”, ella lo aclamaba y aplaudía por su ingenio diciéndole: “Sumérgete en mi piel, que el vértigo me hace urgentemente bien”. La Princesa de nuevo reía felíz.


En esas cálidas noches, escuchando en el radio receptor “Mi secreta mujer”, de Joan Manuel Serrat, me aproximé un poco más, le retuve la cara con mis manos, con la clara intención de besarla, y su expresión contuvo el movimiento de mis labios en sus labios.
Me habló de su esquiva felicidad en aproximadamente catorce años, en heterogéneas localidades; de sus hijos pequeños, hasta cuando él le dijo que se iba. Me platicaba de su esposo, sin duda; yo no tenía la menor idea de quién era esa persona con quien se había relacionado definitivamente hacía cinco años. Hablaba de él como si fuese un capricho, de sus extravagancias, como se habla de un enfermo; yo en variadas ocasiones escudriñaba en su cara, en los muros; sobre la mesa un pequeño indicio, una fotografía, el vestigio de ese personaje, ése que se comprimió hasta que no consiguió más y dejo de coartarse; de ese hombre, hoy adivino solamente sus celos, pero no hallé rastros, ni el mínimo vislumbre de su apariencia.


Trato de suponerme ese matrimonio que sólo se aguanta puesto que los hijos existen en la propia residencia de la Colina, en el que cada cual hacía su coexistencia irreconciliable, y hasta consigo entrever retazos de bienestar, pero no de satisfacción en la vida de La Princesa.
En una noche de luna llena, cuando bajábamos de la Colina, por las laderas cubiertas de eucaliptos y el piso se encontraba alfombrado de “rayitos de sol”, relumbrando de alegría por su inesperado reencuentro, le halago sus manos temblorosas, su rostro -el cielo estaba diáfano y parecía que las estrellas se podían alcanzar-: rápidamente, con sus manos la asió por su frondosa cabellera negra y la besó en sus adorables labios, formando de dos bocas una sola, aquellos labios sangrientos, sedientos de amor. Y La Princesa le dijo, casi susurrando: “Si notas mi mirada perdida en algún momento, es que ahora te miro con el alma”.


Lo había embrujado con esa coqueta personalidad y endemoniada figura. Él consideraba seriamente que había sido dotada por los dioses. Que ella, su Princesa, se había quedado con toda la preciosidad y “la que sobró, la que quedó tirada por ahí, en algún espacio vacío, es la que está repartida en todas las demás mujeres del cosmos”.


El se quedaba con la boca abierta con el solo hecho de verla pasar, esbelta, rítmica, con esa excesiva vivacidad de modales que tanto le celebraba -pero que muchos censuran a sus espaldas-, y que a él lo hipnotizaron. “La Princesa Diaguita” venía a conturbar su ánimo, a encender hogueras de pasión que él creía adormecidas en el tiempo. Tenía la gracia, la gloria de no pasar inadvertida por su hermosa y fuerte figura.


Después de descubrir con sus labios, manos, cada célula sensible de sus cuerpos, hasta los más privilegiados secretos del otro cuerpo, penetrar en su cuerpo era caer en una cascada sin palabras, emerger del ensueño. Abre los ojos, por que pretende saber si en ella es incomparable ese gesto que uno teme que sea de sufrimiento y no de placer; entiende que me ha sentido abrirlos o quiere evidenciar convenientes mohines. La ve cerrar los ojos. La oye decir su nombre, y más: “Casi veinte y tres años esperándote y por fin te encontré”. Acompañada de esos ojos maravillosos que bailaban de alegría cuando de verdad estaban contentos y las mariposas multicolores se posaban en cada uno de ellos.


Le complacía su figura, vestía con irreprochable sencillez, nada en su trato se comparaba o molestaba, muy por el contrario, deleitaba, era de una galanura extrema, siempre y cuando se lo propusiese. Quizás él tenía la cualidad y característica de ser un charlador muy ameno -también cuando se lo proponía-. Era ingenioso y le decía que ella tenía que quererlo, que no podía dejar de quererlo, que era necesario que lo quisiera.


…La Princesa se sienta en el muro a la orilla del mar y yo sin darme cuenta empiezo a bailar una canción -pero yo nunca bailo-, sólo lo hago para ella, para alegrarla; provocándole una tremenda risa. Ella sonríe y me regala una tierna caricia con gran espiritualidad, exclamando prontamente: “Eres un artista de la palabra y todas tus frases te brotan como agua de un torrentoso caudal que baña todo mi cuerpo”.


Le escribía versos redactados con elegancia exquisita, aplicaba las más disímiles formas donde escribirlos, éstos tenían contenidos y caracteres que exaltaban su perfección, en todas sus formas: sus ojos, cabellos, caderas, manos. Su cuerpo entero lo convertía en una magnífico madrigal -cinco centavos de sol compraré muy temprano y lo colocaré en tu ventana al amanecer-, que no únicamente los construía con palabras, sino con la experiencia conseguida a través de los años; ella los leía también con avidez, ternura; encontrando la palabra exacta que la hacía soñar, reír noches enteras hasta ver juntarse la luna y el sol. La pureza de la expresión, la pulcritud intangible de lo bello y aún de lo sublime, parecían sus palabras, cinceladas, esmaltadas por minucioso orfebre.


Sentados frente al mar una vez más, esperando que las olas llegasen muy cerca y les transportaran los recuerdos e historias pasadas. Solos, como sola la encontró un día lejano. La ausencia se les hacía grande, infinita, y ellos seguían aferrados a sus evocaciones, aún hoy, después de ochenta y ocho años atrás.


Se miraron satisfechos con la complicidad de cada tarde, él arrulló su mano, como aquella primera vez y reiniciaron el lento viaje de regreso a casa. El sol estaba rígido, tal parece que se ha sentado sobre sus cabezas, hería como un puñado de agujas. Así, cada día salen de su cansancio más airosos que nunca.


La Princesa se turba, se entristece, hasta le corren sus lagrimones, impele a hacerle más confidencias y entregarse a un torrente de amistad. Ante la exuberancia de los sentimientos, la inteligencia cae en el incendio que devora en una trágica fiesta al corazón. Las nubes pintarrajeaban el cielo con brochazos de betún, amenazante. Apuraron sus pasos; a continuación, con sumo cuidado, como al que no le importan las cosas, mira su reloj, son las veinte y treinta horas; sigue haciendo calor. Suavemente apareció en lontananza una noche sembrada de estrellas, con un piso sembrado de violetas brillantes y perfumadas para ellos dos.



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