lunes, 15 de noviembre de 2010

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Apenas dos libritos. Poli Délano.

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Universal, eso es, porque su  obra no se pierde "en la geografía ni en las descripciones excedidas de la naturaleza –nos asegura Volodia-, más que un ámbito geofísico fija un clima moral  donde la moralidad escasea". Su contemporáneo y paisano jaliciense Juan José Arreola  lo compara con el muralista Juan Clemente Orozco porque su obra traza  "una estampa trágica y atroz del pueblo de México". García Márquez  ha  confesado que fue la lectura de  Pedro Páramo  lo que  le permitió encontrar el camino que buscaba para  sus  Cien años de soledad.


Juan Rulfo se ha impuesto como uno de los  más apasionantes narradores contemporáneos, autor de  apenas  "dos libritos" que  fueron capaces de  infundir novísimos aires a la  novela  del siglo veinte", el fundador  de  la pequeña aldea  Comala,  una infernal "sala de espera que no lleva a ninguna parte".  Un  hombre obsesionado  hasta la médula  por los dolores de México y que  retrató a esa gente que no tiene nada, que sólo aguarda el fin. Un escritor  que se pregunta de dónde emana "la fuerza que causa nuestra miseria". En apenas dos libritos.

Muchos lectores  pueden  preguntarse  a qué  factor  se  deberá el hecho de que la  pluma  visible de este  narrador haya funcionado  tan sólo desde 1940  (primeros cuentos)  hasta 1955, año en que aparece su única novela. ¿Quién   se atreve con  la respuesta?  Para el prestigioso crítico Emanuel Carballo,  la razón de que Rulfo enmudeciera se debió a la  vanidad y  al  miedo: " Temía,  y con razón, que sus nuevas obras no sólo no superaran sino que ni siquiera igualasen a las ya publicadas".  Sin embargo, el escritor brasileño Eric Nepomuceno, que vivió  en México en los años del masivo exilio latinoamericano y que mantuvo una relación  cotidiana y muy estrecha con Rulfo, me contó una noche  en su casa de Temixco (por las rutas de Cuernavaca) que "Juan escribe mucho, mucho, escribe como loco, pero todo lo rompe".  Me lo dijo con  angustiosa impotencia y, de alguna manera, sus palabras las vino a  corroborar el académico Walter Langford en  La novela mexicana,  al preguntarse si no se tratará  acaso de "otro de los novelistas sin salida que salpican las páginas de la historia literaria en Hispanoamérica". Sin embargo no lo  cree así, ya que sabe  bien  que el escritor ha trabajado  durante  años en otra  novela cuya muy próxima publicación está siempre prometiendo. Es  La cordillera,  que  filtra la  historia de  una familia jaliciense desde el siglo XVI hasta los tiempos actuales. "Quiero mostrar la sencillez de la gente de campo, su candor -nos dice el propio Rulfo-, el hombre de la ciudad ve sus problemas como problemas del campo. Pero es el problema de todo el país".  La cordillera  jamás apareció  y   es casi seguro que fueron sus páginas las que el escritor no se cansaba de romper, para desesperación de Nepomuceno  y frustración  de sus  miles de lectores en todas las lenguas.

Fui amigo de  este novelista. Lo conocí  en el Hotel  O'Higgins de Viña del Mar en 1969,  mientras se celebraba un encuentro internacional de escritores al que también asistieron Vargas Llosa, Leopoldo Marechal, Onetti,  Jorge Enrique Adoum, Marta Traba, Angel Rama, Rosario Castellano, Salvador Garmendia y otros grandotes de nuestras letras. Juan casi nunca se  asomaba por  las reuniones y me parece que en ninguna ocasión hizo uso de la palabra. Pasaba más tiempo en el bar del hotel, con un vaso tintineante de hielos y  envelado por el humo de un cigarrillo tras otro. Era  hombre de poco hablar, pero  me pareció  una persona   más o menos risueña,  bastante cálida, sencilla,  inteligente de conversa,  aunque él mismo se   haya autodefinido como lacónico, huraño,  hosco, igual que los hombres de Jalisco,  esa tierra  suya donde "abundan las sequías, los incendios y las revoluciones". Nada intelectual.  Durante una conferencia de prensa  a la que  lograron  arrastrarlo en Santiago, lo escuché responder preguntas difíciles acerca del tipo de realismo que él cultivaba, ¿ mágico, social, sicológico? Rulfo  no  entendía  de esas cosas y dijo que lo  único que sabía es que era un mentiroso que inventaba historias. Uno de los periodistas le preguntó entonces qué significaba para él la mentira. "Lo opuesto a la falsedad", respondió. Un concepto  profundo y complejo, como para quedarse un rato  meditando.

En 1974  volví a encontrar a Rulfo,  esta vez en México,  y seguimos siendo amigos. Cada cierto tiempo pasábamos  alguna velada   en mi  departamento de  La Condesa o en casa  de otros escritores como Eraclio Zepeda  (nombre y apellido se escriben así, no es errata), Miguel Donoso Pareja, Oscar Oliva. El había dejado de beber y su ánimo solía oscurecerse  un tanto.  En cierta ocasión,   durante los momentos en que el día se funde con la noche, la  deprimente  "hora de la cantina",  fue capaz de  confesarle  a Beatriz Espejo que a esas alturas de la vida ya nada le gustaba: "ni la risa de los niños ni las flores ni el cielo azul".  Un desencanto a lo Charles Bukowski. En  otra  oportunidad, cenando con él  en casa de Fernando Alegría  (Palo Alto, California),  una joven escritora   comentó al margen que parecía como si  a Rulfo le hubieran sacado toda la sangre con una jeringa. Se veía desvitalizado y  menos entusiasta que nunca para la conversación. Era 1983 y con  seguridad, ya estaba enfermo. Una semana antes le habían otorgado el Premio Nobel a García Márquez y todos estábamos contentos.  "¿Cuándo te va a tocar a ti?"  le  pregunté  al maestro. "No, pos si yo nomás tengo dos libritos". Lo dijo sin sonrisa irónica, sin amargura, con verdadera modestia y un gesto chaplinesco.

Por supuesto que ese  hombre "hermético, poco dado a las confidencias, taciturno y difícil" es hoy  un maestro indiscutido, a pesar de las resistencias que encontró su obra en los principios. Recuerdo haber escuchado a Carlos Fuentes decir que se trataba del escritor al que más envidia podía tenérsele. Luis Harss sostiene que se trata de un novelista cuyo tema "es simplemente el sufrimiento humano en el desposeimiento. Escribe como una navaja filosa, cincelando cada palabra en dura roca, como una inscripción sobre una tumba". Felipe Garrido expresa que en  su obra está "la visión de una realidad mexicana, trágica, lírica, subjetiva y parcial: la visión de un poeta acerca de lo que es el hombre en esta tierra o en cualquier otra, ahora y siempre". Universal, eso es, porque su  obra no se pierde "en la geografía ni en las descripciones excedidas de la naturaleza –nos asegura Volodia-, más que un ámbito geofísico fija un clima moral  donde la moralidad escasea". Su contemporáneo y paisano jaliciense Juan José Arreola  lo compara con el muralista Juan Clemente Orozco porque su obra traza  "una estampa trágica y atroz del pueblo de México". García Márquez  ha  confesado que fue la lectura de  Pedro Páramo  lo que  le permitió encontrar el camino que buscaba para  sus  Cien años de soledad.  Y el propio autor, en una lúcida síntesis crítica de lo que  representa su obra,  dice: "precisamente lo que yo no quería era hablar como un libro. Quería  no hablar como se escribe, sino escribir como se habla".

Probablemente debido a que todos los personajes de  Pedro Páramo están muertos y sólo  se mezclan con los vivos  al recordar vida desde  el otro lado,  se  ha  calificado a Rulfo  como "novelista de la muerte".  Sin embargo sus muertos viven y, como todos los muertos mexicanos, tienen  larga vida,  porque en México no se les deja morir.  Y aunque él no haya usado  en sus cuentos ni en su novela elementos autobiográficos  o asuntos que tuvieran que ver con su familia, es un hecho que su infancia transcurrió durante los años de la Guerra Cristera,  con todas sus secuelas de violencia. Su familia, dice, se desintegró rápidamente  en un lugar que  acabó  destruido: "desde mi padre y mi madre, inclusive todos los hermanos de mi padre fueron asesinados". ¿Dónde está la lógica de todo esto?,  se  pregunta. Y esa interrogante anda por ahí, circulando en su magra pero contundente obra.


 

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