lunes, 15 de noviembre de 2010

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Centenario Miguel Hernández.

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Miguel Hernández y Pablo Neruda, prosas y versos de una amistad.

"Su poesía terrenal y silvestre en la que se juntaban todos los excesos del color, del perfume y de la voz del Levante español, con la abundancia y la fragancia de una poderosa y masculina juventud. Su rostro era el rostro de España. Cortado por la luz, arrugado como una sementera, con algo rotundo de pan y de tierra. Sus ojos quemantes, ardiendo dentro de esa superficie quemada y endurecida al viento, eran dos rayos de fuerza y de ternura." ("Confieso que he vivido")

Fragmento de "Confieso que he vivido" (obra póstuma), Pablo Neruda.

Uno de los amigos de Federico y Rafael era el joven poeta Miguel Hernández. Yo lo conocí cuando llegaba de alpargatas y pantalón campesino de pana desde sus tierras de Orihuela, en donde había sido pastor de cabras. Yo publiqué sus versos en mi revista Caballo Verde y me entusiasmaba el destello y el brío de su abundante poesía.
Miguel era tan campesino que llevaba un aura de tierra en torno a él. Tenía una cara de terrón o de papa que se saca de entre las raíces y que conserva frescura subterránea. Vivía y escribía en mi casa. Mi poesía americana, con otros horizontes y llanuras, lo impresionó y lo fue cambiando.
Me contaba cuentos terrestres de animales y pájaros. Era ese escritor salido de la naturaleza como una piedra intacta, con virginidad selvática y arrolladora fuerza vital. Me narraba cuán impresionante era poner los oídos sobre el vientre de las cabras dormidas. Así se escuchaba el ruido de la leche que llegaba hasta las ubres, el rumor secreto que nadie ha podido escuchar sino aquel poeta de cabras.
Otras veces me hablaba del canto de los ruiseñores. El Levante español, de donde provenía, estaba cargado de naranjos en flor y de ruiseñores. Como en mi país no existe ese pájaro, ese sublime cantor, el loco de Miguel quería darme la más viva expresión plástica de su poderío. Se encaramaba a un árbol de la calle y, desde las más altas ramas, silbaba o trinaba como sus amados pájaros natales.
Como no tenía de qué vivir le busqué un trabajo. Era duro encontrar trabajo para un poeta en España. Por fin un vizconde, alto funcionario del Ministerio de Relaciones, se interesó por el caso y me respondió que sí, que estaba de acuerdo, que había leído los versos de Miguel, que lo admiraba, y que éste indicara qué puesto deseaba para extenderle el nombramiento. Alborozado dije al poeta:
- Miguel Hernández, al fin tienes un destino. El vizconde te coloca. Serás un alto empleado. Dime que trabajo deseas ejecutar para que decreten tu nombramiento.
Miguel se quedó pensativo. Su cara de grandes arrugas prematuras se cubrió con un velo de cavilaciones. Pasaron las horas y sólo por la tarde me contestó. Con ojos brillantes del que ha encontrado la solución de su vida, me dijo:
-¿No podría el vizconde encomendarme un rebaño de cabras por aquí cerca de Madrid?
El recuerdo de Miguel Hernández no puede escapárseme de las raíces del corazón. El canto de los ruiseñores levantinos, sus torres de sonido erigidas entre la oscuridad y los azahares, eran para él presencia obsesiva, y eran parte del material de su sangre, de su poesía terrenal y silvestre en la que se juntaban todos los excesos del color, del perfume y de la voz del Levante español, con la abundancia y la fragancia de una poderosa y masculina juventud.
Su rostro era el rostro de España. Cortado por la luz, arrugado como una sementera, con algo rotundo de pan y de tierra. Sus ojos quemantes, ardiendo dentro de esa superficie quemada y endurecida al viento, eran dos rayos de fuerza y de ternura.
Los elementos mismos de la poesía los vi salir de sus palabras, pero alterados ahora por una nueva magnitud, por un resplandor salvaje, por el milagro de la sangre vieja transformada en un hijo. En mis años de poeta, y de poeta errante, puedo afirmar que la vida no me ha dado contemplar un fenómeno igual de vocación y de eléctrica sabiduría verbal.


Oda entre sangre y vino a Pablo Neruda, Miguel Hernández
(poema suelto, escrito entre 1936 y 1937).


Para cantar ¡qué rama terminante,
qué espeso aparte de escogida selva,
qué nido de botellas, pez y mimbres,
con qué sensibles ecos, la taberna!

Hay un rumor de fuente vigorosa
que yo me sé, que tú, sin un secreto,
con espumas creadas por los vasos
y el ansia de brotar y prodigarse.

En este aquí más íntimo que un alma,
más cárdeno que un beso de invierno,
con vocación de púrpura y sagrario,
en este aquí te cito y te congrego,
de este aquí deleitoso te rodeo.

De corazón cargado, no de espaldas,
con una comitiva de sonrisas
llegas entre apariencias de océano
que ha perdido sus olas y sus peces
a fuerza de entregarlos a la red y a la playa.

Con la boca cubierta de raíces
que se adhieren al beso como ciempieses fieros,
pasas ante paredes que chorrean
capas de cardenales y arzobispos,
y mieras, arropías, humedades
que solicitan tu asistencia de árbol
para darte el valor de la dulzura.

Yo que he tenido siempre dos orígenes
un antes de la leche en mi cabeza
y un presente de ubres en mis manos;
yo que llevo cubierta de montes la memoria
y de tierra vinícola la cara,
esta cara de surco articulado:
yo que quisiera siempre, siempre, siempre,
habitar donde habitan los collares:
en un fondo de mar o en un cuello de hembra,
oigo tu voz, tu propia caracola,
tu cencerro dispuesto a ser guitarra,
tu trompa de novillo destetado,
tu cuerno de sollozo invariable.

Viene a tu voz el vino episcopal,
alhaja de los besos y los vasos
informado de risas y solsticios,
y malogrando llantos y suicidios,
moviendo un rabo lleno de rubor y relámpagos,
nos relame, buey bueno, nos circunda
de lenguas tintas, de efusivo oriámbar,
barriles, cubas, cántaros, tinajas,
caracolas crecidas de cadera
sensibles a la música y al galope,
y una líquida pólvora nos alumbra y nos mora,
y entonces le decimos al ruiseñor que beba
y su lengua será más fervorosa.

Órganos liquidados, tórtolas y calandrias
exprimidas y labios desjugados;
imperios de granadas informales,
toros, sexos y esquilas derretidos,
desembocan temblando en nuestros dientes
e incorporan sus altos privilegios
con toda propiedad a nuestra sangre.

De nuestra sangre ahora surten crestas,
espolones, cerezas y amarantos;
nuestra sangre de sol sobre la trilla
vibra martillos, alimenta fraguas,
besos inculca, fríos aniquila,
ríos por desbravar, potros esgrime
y espira por los ojos, los dedos y las piernas
toradas desmandadas, chivos locos.

Corros en ascuas de irritadas siestas,
cuando todo tumbado es tregua y horizonte
menos la sangre siempre esbelta y laboriosa,
nos introducen en su atmósfera agrícola:
racimos asaltados por avispas coléricas
y abejorros teñidos; racimos revolcados
en esas delicadas polvaredas
que hacen en su alboroto mariposas y lunas;
culebras que se elevan y silban sometidas
a un régimen de luz dictatorial;
chicharras que conceden por sus élitros
aeroplanos, torrentes, cuchillos afilándose,
chicharras que anticipan la madurez del higo,
libran cohetes, elaboran sueños,
trenzas de esparto, flechas de insistencia
y un diluvio de furia universal.

Yo te veo entre vinos minerales
resucitando condes, desenterrando amadas,
recomendando al sueño pellejos cabeceros,
recomendables ubres múltiples de pezones,
con una sencillez de bueyes que sestean.
Cantas, sangras y cantas; te pones a sangrar
y no son suficientes tus heridas
ni el vientre todo tallo donde tu sangre cuaja.
Cantas, sangras y cantas.
Sangras y te ensimismas
como un cordero cuando pace o sueña.
Y miras más allá de los allases
con las venas cargadas de mujeres y barcos,
mostrando en cada parte de tus miembros
la bipartita huella de una boca,
la más dulce pezuña que ha pisado
mientras estás sangrando al compás de los grifos.

A la vuelta de ti, mientras cantas y estragas
como una catarata que ha pasado
por entrañas de aceros y mercurios,
en tanto que demuestras desangrándote
lo puro que es soltar las riendas a las venas,
y veo entre nosotros coincidencias de barro,
referencias de ríos que dan vértigo y miedo
porque son destructoras, casi rayos,
sus corrientes que todo lo arrebatan;
a la vuelta de ti, a la del vino,
millones de rebeldes al vino y a la sangre
que miran boquiamargos, cejiserios,
se van del sexo al cielo, santos tristes,
negándole a las venas y a las viñas
su desembocadura natural:
la entrepierna, la boca, la canción,
cuando la vida pasa con las tetas al aire.

Alrededor de ti y el vino, Pablo,
todo es chicharra loca de frotarse,
de darse a la canción y a los solsticios
hasta callar de pronto hecha pedazos,
besos de pura cepa, brazos que han comprendido
su destino de anillo, de pulsera: abrazar.

Luego te callas, pesas con tu gesto de hondero
que ha librado la piedra y la ha dejado
cuajada en un lucero persuasivo,
y vendimiando inconsolables lluvias,
procurando alegría y equilibrio,
te encomiendas al alba y las esquinas
donde describes letras y serpientes
con tu palma de orín inacabable,
te arrancas las raíces que te nacen
en todo lo que tocas y contemplas
y sales a una tierra bajo la cual existen
yacimientos de cuernos, toreros y tricornios.


A Miguel Hernández, asesinado en los presidios de España, Pablo Neruda.
(de "Canto General", 1950)

Llegaste a mí directamente del Levante. Me traías,
pastor de cabras, tu inocencia arrugada,
la escolástica de viejas páginas, un olor
a Fray Luis, a azahares, al estiércol quemado
sobre los montes, y en tu máscara
la aspereza cereal de la avena segada
y una miel que medía la tierra con tus ojos.
También el ruiseñor en tu boca traías.
Un ruiseñor manchado de naranjas, un hilo
de incorruptible canto, de fuerza deshojada.
Ay, muchacho, en la luz sobrevino la pólvora
y tú, con ruiseñor y con fusil, andando
bajo la luna y bajo el sol de la batalla.
Ya sabes, hijo mío, cuánto no pude hacer, ya sabes
que para mí, de toda la poesía, tú eras el fuego
azul.
Hoy sobre la tierra pongo mi rostro y te escucho,
te escucho, sangre, música, panal agonizante.
No he visto deslumbradora raza como la tuya,
ni raíces tan duras, ni manos de soldado,
ni he visto nada vivo como tu corazón
quemándose en la púrpura de mi propia bandera.
Joven eterno, vives, comunero de antaño,
inundado por gérmenes de trigo y primavera,
arrugado y oscuro como el metal innato,
esperando el minuto que eleve tu armadura.
No estoy solo desde que has muerto. Estoy con los que
te buscan.
Estoy con los que un día llegarán a vengarte.
Tú reconocerás mis pasos entre aquellos
que se despeñarán sobre el pecho de España
aplastando a Caín para que nos devuelva
los rostros enterrados.
Que sepan los que te mataron que pagarán con sangre.
Que sepan los que te dieron tormento que me verán
un día.
Que sepan los malditos que hoy incluyen tu nombre
en sus libros, los Dámasos, los Gerardos, los hijos
de perra, silenciosos cómplices del verdugo,
que no será borrado tu martirio, y tu muerte
caerá sobre toda su luna de cobardes.
Y a los que te negaron en su laurel podrido,
en tierra americana, el espacio que cubres
con tu fluvial corona de rayo desangrado,
déjame darles yo el desdeñoso olvido
porque a mí me quisieron mutilar con tu ausencia.
Miguel, lejos de la prisión de Osuna, lejos
de la crueldad, Mao Tse-tung dirige
tu poesía despedazada en el combate
hacia nuestra victoria.
Y Praga rumorosa
construyendo la dulce colmena que cantaste,
Hungría verde limpia sus graneros
y baila junto al río que despertó del sueño.
Y de Varsovia sube la sirena desnuda
que edifica mostrando su cristalina espada.
Y más allá la tierra se agiganta,
la tierra
que visitó tu canto, y el acero
que defendió tu patria están seguros,
acrecentados sobre la firmeza
de Stalin y sus hijos.
Ya se acerca
la luz a tu morada.
Miguel de España, estrella
de tierras arrasadas, no te olvido, hijo mío,
no te olvido, hijo mío!
Pero aprendí la vida
con tu muerte: mis ojos se velaron apenas,
y encontré en mí no el llanto,
sino las armas
inexorables!
Espéralas! Espérame!

El pastor perdido, Pablo Neruda.
(de "Las Uvas y el Viento", 1952)

Se llamaba Miguel. Era un pequeño
pastor de las orillas
de Orihuela.
Lo amé y puse en su pecho
mi masculina mano,
y creció su estatura poderosa
hasta que en la aspereza
de la tierra española
se destacó su canto
como una brusca encina
en la que se juntaron
todos los enterrados ruiseñores,
todas las aves del sonoro cielo,
el esplendor del hombre duplicado
en el amor de la mujer amada,
el zumbido oloroso
de las rubias colmenas,
el agrio olor materno
de las cabras paridas,
el telégrafo puro
de las cigarras rojas.
Miguel hizo de todo
-territorio y abeja,
novia, viento y soldado-
barro para su estirpe vencedora
de poeta del pueblo,
y así saliócaminando
sobre las espinas de España
con una voz que ahora
sus verdugos
tienen que oír, escuchan,
aquellos
que conservan las manos
manchadas
con su sangre indeleble,
oyen su canto
y creen
que es sólo tierra
y agua.
No es cierto.
Es sangre,
sangre,
sangre de España, sangre
de todos los pueblos de España,
es su sangre que canta
y nombra
y llama,
nombra todas las cosas
porque él todo lo amaba,
pero esa voz no olvida,
esa sangre no olvida
de dónde viene
y para quiénes canta.
Canta
para que se abran las cárceles
y ande la libertad por los caminos.
A mi me llama
para mostrarme todos los lugares
por donde lo arrastraron,
a él, luz de los pueblos,
relámpago de idiomas,
para mostrarme
el presidio de Ocaña,
en donde gota a gota
lo sangraron,
en donde cercenaron
su garganta,
en donde lo mataron siete años
encarnizándose
en su canto
porque cuando mataron esos labios
se apagaron las lámparas de España.

Y así me llama y me dice:
"Aquí me ajusticiaron lentamente."
Así el que amó y llevaba
bajo su pobre ropa
todos los manantiales españoles
fue asesinado bajo
la sombra de los muros
mientras tocaban todas las campanas
en honor del verdugo,
pero
los azahares
dieron olor al mundo aquellos días
y aquel aroma era
el corazón martirizado
del pastor de Orihuela
y era Miguel su nombre.

Aquellos días y años
mientras agonizaba,
en la historia
se sepultó la luz,
pero allí palpitaba
y volverá mañana.
Aquellos días y siglos
en que a Miguel Hernández,
los carceleros
dieron tormento y agonía,
la tierra echó de menos
sus pasos de pastor sobre los montes
y el guerrillero muerto,
al caer, victorioso,
escuchó de la tierra
levantarse un rumor, un latido,
como si se entreabrieran las estrellas
de un jazmín silencioso:
era la poesía de Miguel.
Desde la tierra hablaba,
desde la tierra
hablará para siempre,
es la voz de su pueblo,
él fue entre los soldados
como una torre ardiente.

Él era
fortaleza
de cantos y estampidos,
fue como un panadero:
con sus manos hacía
sus sonetos.
Toda su poesía
tiene tierra porosa,
cereales, arena,
barro y viento,
tiene forma
de jarra levantina,
de cadera colmada,
de barriga de abeja,
tiene olor
a trébol en la lluvia,
a ceniza amaranto,
a humo de estiércol, tarde,
en las colinas.
Su poesía
es maíz agrupado
en un racimo de oro,
es viña de uvas negras, es botella
de cristal deslumbrante
llena de vino y agua, noche y día,
es espiga escarlata,
estrella anunciadora,
hoz y martillo escritos con diamantes
en la sombra de España.

Miguel Hernández, toda
la anaranjada greda o levadura
de tu tierra y tu pueblo
revivirá contigo.
Tú la guardaste
con la mano más torpe, en la agonía,
porque tú estabas hecho
para el amanecer y la victoria,
estabas hecho de agua y tierra virgen,
de estupor insaciable,
de plantas y de nidos.

Eras
la germinación invencible
de la materia que canta,
eras
patria de la entereza y dispusiste
contra los enemigos,
el moro y el franquista,
una mano pesada
llena de enredaderas y metales.
Con tu espada en los brazos, invisible,
morías,
pero no estabas solo.
No sólo la hierba quemada
en las pobres colinas de Orihuela
esparcieron tu voz y tu perfume
por el mundo.
Tu pueblo parecía
mudo,
no miraba
tu muerte,
no oía
las misas del desprecio
pero, anda,
anda y pregunta,
anda y ve sí hay alguno
que no sepa tu nombre.

Todos sabían,
en las cárceles,
mientras los carceleros
cenaban con Cossío,
tu nombre.
Era un fulgor mojado
por las lágrimas
tu voz de miel salvaje.
Tu revolucionaria
poesía
era, en silencio, en celdas,
de una cárcel a otra,
repetida,
atesorada,
y ahora
despunta el germen,
sale tu grano a la luz,
tu cereal violento
acusa,
en cada calle,
tu voz toma el camino
de las insurrecciones.

Nadie, Miguel, te ha olvidado.
Aquí te llevamos todos
en mitad del pecho.

Hijo mío, recuerdas
cuando
te recibí y te puse
mi amistad de piedra en las manos?
Y bien, ahora,
muerto,
todo me lo devuelves.
Has crecido y crecido,
eres,
eres eterno,
eres España,
eres tu pueblo,
ya no pueden matarte.
Ya has levantado
tu pecho de granero,
tu cabeza
llena de rayos rojos,
ya no te detuvieron.
Ahora
quieren hincarse
como frailes tardíos
en tu recuerdo,
quieren regar con baba
tu rostro, guerrillero comunista.
No pueden.
No los dejaremos.
Ahora
quédate puro,
quédate silencioso,
permanece sonoro,
deja
que recen,
deja
que caiga el hilo negro
de sus catafalcos podridos
y bocas medievales.
No saben otra cosa.
Ya llegará
tu viento,
el viento del pueblo,
el rostro de Dolores,
el paso victorioso
de nuestra nunca muerta
España,
y entonces,
arcángel de las cabras,
pastor caído,
gigantesco poeta de tu pueblo,
hijo mío,
verás
que tu rostro arrugado
estará en las banderas,
vivirá en la victoria,
revivirá cuando reviva el pueblo,
marchará con nosotros sin que nadie
pueda apartarte más del regazo de España.


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